Opinión

Comprender la vida desde su quietud

"En los cementerios nadie pregunta, nadie compara, nadie reprocha. Es como si el tiempo se hubiera rendido y dejara de contar"

La escritora y columnista zamorana, Olga Seco
La escritora y columnista zamorana, Olga SecoOlga SecoLa Razón

La paz de los cementerios no se parece a ninguna otra. No es la tranquilidad superficial de una tarde libre, ni la calma aparente de un hogar tranquilo. Creo que es una paz más honda, una paz sin adornos ni pretensiones. Un silencio que no se justifica.

Una pausa que no busca consuelo, ni necesita aplauso. Allí todo cesa... Y por eso, quizás, todo comienza a tener sentido. En los cementerios no hay voces que reclaman, ni vínculos que desgastan. Tampoco hay citas aplazadas y mucho menos conversaciones pendientes. En los cementerios nadie pregunta, nadie compara, nadie reprocha. Es como si el tiempo se hubiera rendido y dejara de contar.

Los que allí reposan (en algún momento) fueron amantes, hermanos, amigos, rivales. Gente querida y gente odiada. Nombres que en su momento ocuparon el centro de una vida y hoy se ordenan en una calma sin jerarquía. Sí, bajo la tierra... Allí todo se iguala: el que fue prudente y el que fue torpe, el que dio de más y el que no dio nada. En la quietud mineral, todo se asienta sin drama. El perdón deja de ser necesario y lo no dicho pierde su filo...

Creo (opinión subjetiva) que esa tranquilidad… es de otro orden. En los cementerios el tiempo se aplana. No hay urgencia, no hay dirección, no hay metas. Solo el viento que pasa entre los árboles, alguna flor que insiste en quedarse y el paso lento de alguien que contempla. Allí uno puede estar sin tener que responder a ninguna expectativa. No se espera nada. No se exige nada. Por eso, el alma baja la guardia. Se respira sin necesidad de disfraz.

Los vivos, en cambio, arrastramos una guerra constante. No con armas, sino con gestos medidos, palabras incompletas, exigencias heredadas. Nos entregamos a la costumbre de fingir que todo tiene un sentido que, en el fondo, sabemos que no tiene. Mantenemos vínculos por obediencia, por rutina, por temor al vacío. A veces, incluso por nostalgia de lo que nunca fue del todo. ¡Vaya lío con el vivo! (Sonrío)

"Los vivos, en cambio, arrastramos una guerra constante. No con armas, sino con gestos medidos, palabras incompletas, exigencias heredadas"

Y así vivimos: sosteniendo lo que se resquebraja. Y lo más curioso: a eso lo llamamos vida...

El cementerio no finge. Dice: así acaba todo. Y en ese final, extraño y sobrio, hay algo puro. Porque nadie te exige fortaleza ni coherencia. Nadie te pide que seas ejemplar. Allí todo lo innecesario se ha desvanecido. Queda lo esencial: un nombre, una fecha, el aire quieto y algún gato lleno de sarna.

Y mientras tanto, nosotros seguimos aquí. Tan vivos que apenas respiramos. Tan presentes que no nos detenemos. Tan rodeados que no nos tocamos. Nos enredamos en gestos que no sentimos, en palabras que no pesan, en días que no dejan huella. Llamamos afecto a ciertas formas aprendidas, y llamamos paz a la fatiga acumulada de no decir lo que importa.

Vivimos como si siempre hubiera tiempo para hacerlo mejor. Para perdonar, para irse, para quedarse. Para decir la verdad. Postergamos lo esencial, como si lo frágil pudiera esperar.

Pero los cementerios (callados, antiguos, sobrios) dicen sin decir: no habrá más oportunidades. Y aun así, no amenazan. No castigan. Solo muestran.

Y quizás no se trate de esperar a la muerte para encontrar paz. Tal vez el verdadero desafío esté en aprender a vivir como quien ya ha comprendido el final. Con menos guerra. Con menos defensa. Con menos miedo a decepcionar.

Vivir como quien ha paseado por un cementerio y ha entendido algo. No con tristeza, sino con una forma distinta de lucidez...

Porque la muerte no enseña a morir. Enseña, si uno quiere, a dejar de sostener todo aquello que nunca fue necesario.