Cultura

Los cuadros que Picasso no quiso regalar a Barcelona

LA RAZÓN accede a la declaración que hizo el pintor sobre un robo de obras de arte en 1930

Pablo Picasso
Pablo PicassoTony VaccaroAP

Este año en diciembre se cumplen cincuenta de la firma del acta notarial por la que Pablo Picasso regalaba a Barcelona una importantísima selección de obras suyas procedentes del domicilio de su familia en la capital catalana. Las piezas fueron un generoso regalo del pintor malagueño al museo que llevaba su nombre en Barcelona, una ciudad a la que debía mucho. Esas pinturas y dibujos servían para explicar los años de formación del artista, la búsqueda de su propia voz y Picasso quiso que todo eso fuera a parar a una ciudad por la que siempre sintió un afecto especial. Pero el pintor no quiso darlo todo. Una pequeña selección de piezas barcelonesas se quedó sin poder venir al museo de calle Montcada. La culpa de todo esto la tuvo un incidente ocurrido en 1930 en Barcelona y que provocó no pocos dolores de cabeza al artista.

En la primavera de ese año, un 20 de marzo, dos hombres se presentaron en el domicilio de los familiares del artista en la capital catalana. Les abrió la puerta del número 7 del Paseo de Colón María Picasso López, madre del artista. La casa estaba repleta de telas y cuadernos con dibujos, desde “Ciencia y caridad” a “La primera comunión”, además de apuntes con numerosas referencias al paso del malagueño por Horta de Sant Joan o la cervecería Els Quatre Gats. Era el sueño para cualquier galerista deseoso de exponer a un artista que en aquel tiempo ya estaba consagrado como uno de los nombres más importantes del arte actual. Eso es lo que debieron pensar los que se presentaron ante María Picasso: Miquel Calvet y alguien que se presentó como “el Americano”, aunque después se supo que se trataba de Joan Merli. Es el denominado “affaire Calvet”, uno de los episodios menos desconocidos de la biografía del genio malagueño y del que existe muy poca bibliografía, a excepción de las investigaciones de Rafael Inglada, John Richardson y Laurence Madeline.

De Miquel Calvet Martí sabemos que nació en 1904 y que él mismo se presentaba, al menos ante los juzgados franceses, como marchante de arte y pintor. En los años treinta publicó algunas crónicas periodísticas en la prensa catalana, como “Imatges” y “La Rambla” pero poco más se conoce salvo que en la Barcelona sufrió un grave accidente de tráfico en el centro de Barcelona. Distinto es el caso de Joan Merli, marchante de arte, editor, crítico y escritor, secretario de la Junta Municipal de Exposiciones de Arte de Barcelona, y director de la revista “Art”. Tras la Guerra Civil, se exilió en Argentina donde fue el autor de la primera biografía en español sobre Picasso.

Volvamos a la casa familiar de los Picasso y a la presencia de Calvet y Merli. Los dos hombres aseguraron a doña María que eran buenos amigos de su hijo, tanto que este les había autorizado que escribieran un libro sobre la obra pictórica que realizó en Barcelona por lo que necesitaban ilustraciones. La mujer les advirtió que ninguno de las piezas guardadas en la casa estaba en venta. En todo caso, lo que sí podía era enseñarles un cesto que había en el ático con numerosas cosas.

Entre los papeles personales del pintor, conservados en el museo que lleva su nombre en París, existe un importantísimo documento sobre estos hechos. Es el borrador mecanografiado y con alguna anotación a mano de la carta que el mismo Picasso escribió al fiscal que llevó el caso. Está fechada el 9 de mayo de 1930, muy poco después de ocurridos los hechos. En ella, el artista explica que había dejado en la casa de Barcelona donde vivía su madre -de quien afirma que tiene 80 años aunque en realidad tenía 75 en ese momento- “toda la obra fechada desde mi infancia y juventud, hasta el año 1903”. Picasso se refería, según sus palabras, “a una muy gran colección consistente aproximadamente en 400 pinturas, dibujos y acuarelas”. El pintor, en el citado documento, apuntaba que las dos personas “tomando ventaja de la gran edad y la credulidad de mi madre” la lograron persuadir para que les entregara todos esos trabajos. Para que la mujer confiara en ellos, Calvet y Merli le pagaron 1.500 pesetas como depósito. En su comunicación al fiscal, Picasso definía todo eso como “una estafa” de la que “soy una víctima”.

La colección viajó hasta París sin el conocimiento de doña María donde fueron ofrecidos a una marchante llamada Alice Manteau, quien después de la guerra se supo que se dedicaba a la venta de obras de arte saqueadas. Manteau trató de verse con Picasso, pero este se negó. En su declaración, el malagueño explicaba que supo que “gracias a los buenos oficios de M. Artigas, un ceramista, que vive en el 22 quai des Carrières, Charenton-le-Pont”, Calvet y Merli pudieron colocar las obras a una coleccionista llamada Madame Zak, la viuda del pintor Eugene Zak. M. Artigas era un buen amigo de Picasso, Josep Llorens Artigas, a quien Calvet había prometido 20.000 francos y dos originales del malagueño si conseguía que este firmara la colección robada. No tuvo suerte. Por otra parte, el pintor supo que el conjunto había sido vendido a Zak tras pagar 200.000 francos. La compradora también había querido hacer negocios y vendió una de las pinturas a la Galerie Georges Berheim por 100.000 francos. De esta manera, varias galerías de la capital francesa empezaron a tener en sus fondos piezas del Picasso joven.

Hay otra versión de los hechos. En sus memorias “Mi último suspiro”, Luis Buñuel acusa a Artigas y a un marchante catalán de ser los responsables de la estafa. El cineasta relataba con numerosas imprecisiones que los dos hombres “hicieron una visita en Barcelona a la madre del pintor, quien los invitó a almorzar. Durante el almuerzo, la señora reveló a los dos hombres la existencia en la buhardilla de una caja llena de dibujos hechos por Picasso durante su infancia y adolescencia. Ellos le piden que se los enseñe, suben a la buhardilla, abren la caja, el marchante hace una oferta y se zanja la operación. El hombre se lleva una treintena de dibujos”. El autor de “Viridiana” daba su personal visión de cómo supo Picasso de todo aquello al organizar el marchante “una exposición en una galería de Saint-Germain-des-Prés. Picasso es invitado al vernissage, acude, mira los dibujos, los reconoce y se muestra emocionado. Lo cual no le impide, a la salida del vernissage, ir a denunciar a la Policía al marchante y al ceramista. La fotografía de este último fue publicada en un periódico, como si se tratara de un estafador internacional”.

Picasso dio varias entrevistas en la prensa de la época en las que hablaba de esas pinturas “de inestimable valor” al ser “recuerdos de mi infancia” y “constituir los orígenes de mi obra”. Incluso doña María envió una carta al diario “Le Matin” donde se preguntaba “cómo podría yo alguna vez herir a la persona que más quiero”, su forma de salir al frente de las acusaciones de aquellos que veían en ella a una cómplice de los estafadores. De esta manera salía al paso de quienes afirmaban que los cuadros se habían vendido por vivir en una mala situación económica. Ella fue una víctima, como también Llorens Artigas.

El caso no se resolvió hasta el 28 de julio de 1938 a favor de Picasso que se llevó las obras con él. La Guerra Civil hizo imposible el traslado a Barcelona. No formaron parte de la donación que hizo al museo de la capital catalana. Ironías del destino, uno de los responsables de la estafa, Joan Merli, fue homenajeado en el Museu Picasso en 2017 cuando dentro del ciclo “Picasso i identitat” se le dedicó una ponencia en la que no se hacía referencia alguna al robo.