Tribuna
El miedo forma parte de la toga
«La creatividad no es un ingrediente que siempre fluye al compás deseado», este mensaje, no carente de razón, lo leí hace hace tiempo en un artículo, e hizo eco en mi mente un día lluvioso en el juzgado de guardia, cuando era incapaz de encontrar la fórmula, no diré perfecta, pero sí la más efectiva a la problemática que se planteaba. Al Juez de guardia se le exige soluciones rápidas y la adopción de medidas eficaces para garantizar el buen fin de la investigación, así como preservar el bien jurídico protegido. Luego, el proceso penal sigue su curso.
La aplicación de la ley no es automática. Si así fuere, poco sentido tendría nuestra función. La norma merece su encaje dentro del caso concreto, pues no todos son iguales. Hay matices, y muchos.
La instrucción supone una labor de investigación, de conectar los indicios recabados, de estudiar el entorno donde se ha producido el posible delito, de escuchar a la víctima, así como de conocer a la persona imputada. La conjunción de todos estos elementos es a lo que se refiere la exigente inmediación, que es principio inspirador del proceso penal desde el inicio y representa la humanización de nuestra institución en el marco de la justicia penal.
La escuché, entre sollozos se hizo entender, estaba desesperada y suplicaba ayuda. Era la segunda vez que su hijo quebrantaba la orden de alejamiento y la tercera vez que era detenido desde aquel fatídico día en que le propinó una paliza. Ella le abrió la puerta, lo reconocía. Hacía tiempo que le había perdonado. Era su hijo, no podía no hacerlo. Estaba enfermo y no tomaba su medicación. Consumía estupefacientes, que solo hacía que empeorar su cuadro clínico. Vivía en la calle, tenía 19 años y no sabía a donde ir. Solo tenía a su madre. El poco dinero del que disponía gracias, precisamente, a ella, lo gastaba en malvivir. No pasó nada, como en la anterior ocasión, pero un vecino lo presenció y llamó a la Policía. Era su deber. Los agentes comprobaron los hechos. Los indicios parecían claros.
La prisión preventiva podía ser la solución, el riesgo de reiteración delictiva era patente y su falta de domicilio permitía dudar si se encontraría a disposición de la Justicia cuando fuere llamado. El Ministerio Fiscal, que era quien tenía que solicitarla, lo tenía claro, pero ella insistió que no sería la solución. El entorno desquebrajó la ecuación.
Fue visitado por el Médico Forense. Ella venía preparada con toda su documentación médica. La Letrada de la defensa no se opuso.
Consciente y orientado, compensado en su enfermedad diagnosticada a los 13 años. Consumidor habitual. Hacía escasos días que había recibido el alta en el centro psiquiátrico tras tres meses de estabilización. No existían motivos ni fundamentos para su internamiento involuntario.
Nos propuso someterle a la fuerza un tratamiento de desintoxicación, ¿era eso posible?, ¿tiene el Juez Instructor la posibilidad de imponer a una persona contra su voluntad que sea sometido a un tratamiento deshabituador como medida provisional? La respuesta era clara. El sometimiento a un tratamiento de estas características en régimen cerrado viene sujeto a la voluntariedad del afectado, siendo que además no puede literalmente equipararse a las penas, medidas de seguridad o medidas cautelares. Se trata, pues, de un previo voto de confianza que puede evitar la pena o la medida, pero, en caso de quebrantamiento de esa confianza, debería comportar inmediatamente su aplicación.
Siguiente paso: conocerle a él. Cabizbajo y tembloroso, se sentó delante de mí con las manos enmanilladas y conocedor de que su libertad estaba en peligro. Comenzó a pedir perdón sin esperar a la lectura de sus derechos. Que cambiaría, decía, que haría todo lo posible, que aceptaría todo lo que le dijéramos, menos entrar en prisión. Tenía miedo y estaba arrepentido. O, al menos, lo estaba en ese momento. Lloraba, se llevaba las manos a la cara y pidió una oportunidad. ¿Merecía ese voto de confianza? Poco había demostrado para merecerla, pero, al fin y al cabo, recién había estrenado la mayoría de edad.
Y vino la inseguridad, esa que te hace dudar. La aplicación de la medida aseguratoria personal en que consiste la prisión provisional no debe reducirse a una simple operación matemática atendiendo a la gravedad del delito y de la posible pena a imponer, sino que debe ser objeto de valoración en cada caso concreto. Maldita inmediación. Los hechos eran graves, había agredido en múltiples ocasiones a su madre y ya quebrantó la orden de alejamiento en una primera ocasión, desperdiciando así el primer voto de confianza que ya le había dado la Justicia sin saberlo, y, en esta segunda ocasión, nada más salir del centro psiquiátrico y tras gastar su poco dinero en drogas. Su madre, la víctima, se oponía enérgicamente a su privación de libertad y sólo quería que ayudaran a su hijo a curarse. Tenía 19 años, padecía un trastorno mental y era consumidor habitual.
Y fue difícil tomar la decisión. No podía disponer de ese voto de confianza, pues necesitaba de una intencionalidad que, hasta aquel momento, no había demostrado y, por otro lado, existía un grave y objetivo riesgo de que la situación volviera a repetirse. Era prioritario proteger la integridad física y psíquica de la víctima aún contra su voluntad.
El poder de juzgar, «ese poder tan terrible para los hombres»(cita expresiva del Libro IX del Espíritu de las Leyes), que supone la representación del poder público que de manera más directa incide en la esfera individual de las personas, implica una ardua y compleja tarea que en muchas ocasiones no fluye al compás deseado si la inmediación no sigue el mismo ritmo, y te hace dudar, sentirte inseguro y en ocasiones tener miedo, ese miedo que forma parte de la toga.
Beatriz García-Valdecasas Alloza es magistrada y miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura
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