Opinión
Vacaciones adolescentes
Corría la década de los sesenta del siglo pasado, teníamos entre once y dieciocho años, estudiábamos el bachillerato –que eran seis cursos, con dos reválidas, la de cuarto y la de sexto– en algún internado religioso de la capital y desde el mes de mayo empezábamos a contar los días que nos faltaban para volver de vacaciones al pueblo. No existían los viajes de fin de curso, y el único premio al que aspirábamos, y la mayor ilusión, era llevar limpio a casa el boletín de las notas y que no nos quedara ninguna asignatura para septiembre.
En el pueblo, donde la generación de nuestros padres se resistía aún, pero cada año con más bajas en sus filas, a emprender el camino del éxodo a la ciudad, nos esperaban los trabajos de siempre, aprendidos desde niños: segar y acarrear la hierba de los prados, recolectar el grano de las tierras, pastorear el ganado en el monte (el más apetecido, pues se podía llevar un libro para leer)…
Las labores del campo asociadas secularmente a la vida rural, que seguían haciéndose a la manera tradicional, con los mismos utensilios y herramientas que en el pasado, la azada y el arado, la hoz y la guadaña, porque la maquinaria agrícola era cosa de los países más adelantados, igual que las casas con frigorífico y televisión.
Trabajos y labores que nos ocupaban la mayor parte de las horas del día, y solo los domingos (los fines de semana no se habían inventado todavía) teníamos tiempo para jugar un rato al fútbol, bañarnos en el río, tomar un refresco (Kas, Fanta, Mirinda) en el bar al mediodía y ponernos guapos para ir al baile, que empezaba a media tarde, en las eras, con música de tocadiscos, y terminaba en cuanto anochecía, porque a las diez las chicas tenían que estar en casa y a la mañana siguiente había que madrugar.
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