Historia
Cómo celebrar un Sant Jordi a puñetazos en la Barcelona de 1916
La capital catalana acogió un 23 de abril el histórico enfrentamiento entre el poeta Arthur Cravan y el campeón Jack Johnson
El 23 de abril es una fecha que asociamos con la festividad de Sant Jordi, algo que conmemoramos regalando un libro y una rosa. Pero no siempre lo literario de ese día tiene que ver con el papel y la tinta porque a veces puede ser a puñetazo limpio, sobre todo si se está celebrando el que muchos consideran como el primer gran combate del siglo.
Para todo esto tenemos que viajar a la Barcelona de 1916. Mientras Europa parece romperse en pedazos como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, en la capital catalana se vive una suerte de Belle Époque al ser ciudad de acogida de algunos intelectuales y artistas. Es allí donde reside, trabaja y se dedica al noble arte del sablazo un tipo tan extraño como fascinante llamado Arthur Cravan. Además de ser sobrino de Oscar Wilde, este poeta dadaísta, artista, bohemio y editor era también un notable boxeador.
No estamos hablando de un deporte que en aquel tiempo se considerara como algo menor. Era EL deporte, el mismo que practicaban en París Georges Braque o Pablo Picasso, a quien no le importaba fotografiarse como si fuera a competir en el ring. A ellos les seguirían otros adeptos a esa causa como Ernest Hemingway, Joan Miró o Luis Buñuel en las tres primeras décadas del siglo XX. El boxeo era un arte con prestigio y así lo entendía también nuestro protagonista que empezó a dar puñetazos en la capital francesa donde se combatía en cualquier sitio, incluso en los talleres de los pintores, como en el de Van Dongen y al que gustaba asistir el mundo artístico de Montparnasse. Las grandes figuras estadounidenses de ese deporte habían llegado a París y Cravan no se las perdió, tanto como espectador como combatiente. De esta forma llegó a ser campeón de los pesos medios, aunque una vez conseguido ese hito parece que el interés real por seguir peleando se fue desdibujando, con la excepción de su enfrentamiento con Cussot Brien, un francés que quiso arrebatarle el título pero que no lo logró.
Eso, junto con varios proyectos de papel, es lo que había en el equipaje de Arthur Cravan cuando llega a Barcelona, a la neutral Barcelona que no sabía nada de las bombas que sonaban en el continente. Fue allí donde coincidió con un grupo de creadores que había buscado paz y cobijo en la capital catalana, y en el que se encontró con Francis Picabia, Albert Gleizes, Marie Laurencin o Robert Delaunay. La fama que arrastraba como boxeador hizo que no tardara en ser el responsable de las clases de boxeo en el Real Club Marítimo de la ciudad.
Poco después de su aterrizaje barcelonés, en Madrid se presentaba el campeón del mundo Jack Johnson. Animado por Frank Hoche y un tal Hernández que vivía en la Rambla, Cravan le tiró el guante a Johnson para pelearse en Barcelona, incluso en una carta publicada en «El Correo Español» el 23 de marzo de 1916 donde apuntaba que «me creo autorizado a desafiar al campeón negro que se encuentra en Madrid. Le he enviado un telegrama desde Barcelona, a fin de saber en qué condiciones estaría dispuesto a encontrarse conmigo. El campeón del mundo me ha confesado telegráficamente que aceptaba mi desafío, pero con la condición formal de que una garantía de cincuenta mil pesetas fuese depositada en un Banco». No todo era formalidad en ese mensaje en el que no faltaba la provocación, como al añadir que «a Jack Johnson le repugna combatir con uno menos ilustre que él, con uno más joven y mejor entrenado que él, y tan pesado y tan alto como él, y vencerle, como sin falsa modestia, tengo la esperanza de hacerlo, si me brinda la ocasión».
El 23 de abril de 1916, la plaza de toros Monumental acogió el combate del siglo, la gran fiesta del boxeo, como se publicitó en los carteles diseñados por Otho Lloyd. Afortunadamente la pelea quedó filmada. Johnson fue el inevitable ganador, pero fueron muchas las voces que se alzaron asegurando que aquello había sido desde el primer momento un apaño, una estafa. Para el dadaísta Cravan fue una manera de afianzar su leyenda. Aún perdura en Barcelona.
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