Opinión

Inviernos labradores

Invierno en la montaña de León
Invierno en la montaña de LeónLa RazónLa Razón

Inviernos de otros tiempos, cuando la nieve y el campo aterido imponían una pausa en el diario trajinar y los relojes discurrían más despacio hasta que apuntaba la primavera y había que salir a dibujar en los barbechos unos surcos tan rectos como los renglones del cuaderno de la escuela, la mano en el arado y los ojos en el cielo, no fuera a ser que resultaran las siembras baldías: que no cuaje la helada, que no venga el nublado, que el pedrisco no abata las espigas y el aguacero no ahogue las semillas.

Por abril y mayo arriba, la promesa de mares verdes que ensayaban con el viento el vaivén ondulado de las olas. Con el verano, la siega, el acarreo del heno y mil cuidados para mantener encendido el sueño de la cosecha: que refresquen ya las noches, que bendiga la lluvia el campo y corra por la acequia el agua.

Cuando amarilleaban los sembrados, recoger y guardar el grano, promesa de pan que al tocarla se escurría entre los dedos, y en otoño, atender las labores de aprovisionamiento. Si la recolección había sido buena, conformidad y gratitud calladas; si no, el rosario de las quejas: aquella repentina granizada, el aire que agostó la mies, la nube que pasó de largo, la estación que llegó a destiempo...

Pero no se detiene el calendario, y otra vez hay que roturar las tierras, podar los árboles, limpiar rastrojos y recogerse como hace el campo para dar posada al invierno, y así atados siempre al hilo de la espera eran sus trabajos y sus días.

Hablo, naturalmente (y en tono algo poético, como se merece y fue pauta y tradición literaria), de los trabajos y los días de la vida campesina, regida por el paso de las estaciones y el orden de la naturaleza, que, hasta fechas no tan lejanas como parece, era aún mayoritaria en nuestro país. Baste con recordar que, a comienzos del siglo XX, solo un tercio de la población española residía en núcleos urbanos. La misma proporción, pero a la inversa, se daba en 1980, cuando dos tercios de los españoles habitaban ya en ciudades. La línea divisoria en el proceso demográfico quedó trazada en 1950, año en que, por primera vez en nuestra historia, la población urbana, entendiendo por tal la que vivía en municipios de más de 10.000 habitantes, superó a la rural. Hoy, y según el censo de 2020, el 15,9% de la población española, algo más de siete millones y medio de personas, está empadronada en municipios considerados como rurales.

La emigración, el éxodo masivo del campo a la ciudad, fue el comienzo del fin de la cultura rural, que conformó la forma de vivir y de pensar durante tantos siglos y se ve hoy irremisiblemente arrastrada por los embates de la revolución tecnológica. Con ella desaparecerá también, si es que no lo ha hecho ya, uno de los oficios más nobles y esforzados, y tan antiguo como la humanidad, el oficio de labrador, apegado siempre a la tierra, y señor y esclavo a la vez de ella.