
Opinión
El 47 y Torre Baró: los hilvanes de la memoria
La película es un emocionante homenaje a Torre Baró y a sus esforzados fundadores

Alzado entre la vía del tren, dos autopistas y lo que queda de un bosque de pinos, y con los bloques de cemento de Ciutat Meridiana cerrándole el horizonte por el noroeste, Torre Baró es uno de los trece barrios que integran el distrito barcelonés de Nou Barris. Pertenece por consiguiente a Barcelona, aunque no lo parece, pues está a 12 kilómetros de la plaza de Catalunya y al otro lado, mirando desde esa misma plaza, de la sierra de Collserola, que termina justamente a sus pies. Levantado en los años 50 y 60 del siglo pasado por emigrantes de otras regiones españolas, andaluces y extremeños en su mayoría, que construyeron ellos mismos sus casas en la escarpada pendiente que conforma el terreno de la ladera norte de Collserola, Torre Baró, con sus calles estrechas y empinadas que se adaptan como pueden al relieve y sus casas humildes que a duras penas sobreviven al paso del tiempo, es el barrio que da vida y protagonismo a la película El 47, estrenada con gran éxito este otoño.
Aunque la historia tiene su eje en 1978, cuando Manuel Vital, un vecino conductor de autobuses, cansado de reclamar ante el Ayuntamiento una línea de autobús para el barrio, secuestra el que conduce, el 47, y lo lleva hasta allí, la película es un emocionante homenaje a Torre Baró y a sus esforzados fundadores. Y es también un magnífico y entrañable documento histórico que recoge fielmente –con algunos pespuntes de artificio para adornar un poco la costura, como las clases de catalán en un barrio de esas características en pleno franquismo– la memoria de una época, la de los años 50 y el desarrollismo. Una memoria colectiva que se asentó sobre la memoria particular que traían consigo los recién llegados, la memoria de la tierra que los expulsaba pero de la que no podían desprenderse fácilmente, como Manuel Vital no podía desprenderse del reloj que le había dejado su padre como única herencia, y que poco a poco se fue apagando, a golpes de rabia y necesidad, a medida que iba prendiendo en ellos la del barrio recién fundado, que es la que han legado a sus descendientes.
Sobre esta se asentará un día la memoria de los habitantes del Torre Baró actual, que tienen lo que no tenían hace sesenta años, estación de tren, metro y autobús, ambulatorio y biblioteca, colegios y un instituto, agua corriente y electricidad segura, alcantarillado y alumbrado público, calles asfaltadas –bastantes de ellas sin aceras– y algún comercio, pero siguen viviendo lejos y sintiéndose apartados, diferentes, marginados… Muchos han venido de tierras remotas, de Asia, África y Latinoamérica, y se agarran a estas casas viejas para sobrevivir como aquellos que las edificaron, y notan la misma distancia, y han de conformarse igual porque no les queda más remedio, y saben que su barrio, aunque forme parte de Barcelona, pertenece a eso que se sigue llamando las afueras, el suburbio, el extrarradio, la periferia...
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