
Opinión
El aeropuerto era su casa
Los que no pueden seguir la querencia universal de volver por la tarde a casa porque no la tienen

Andan ahora a la greña en Madrid las distintas administraciones a ver quién se hace cargo del desalojo de los que pasan la noche en el aeropuerto. El mismo problema que se planteó en Barcelona hasta que, en el pasado mes de marzo, y para dar una buena imagen de la ciudad a los miles de congresistas que llegan cada año para participar en la feria tecnológica del Mobile, se decidió expulsar, sin más contemplaciones, del aeropuerto de El Prat a las ciento sesenta personas que pernoctaban en él. La mayoría de las cuales, como es de suponer, no tuvieron más remedio que buscar otro refugio temporal al que acogerse: los aledaños de una estación, la entrada espaciosa de una sucursal bancaria, el pórtico de una iglesia… O engrosar la lista de los que duermen habitualmente a la intemperie (pero sin el cielo protector ni las estrellas vigilantes ni la lumbre de los pastores del bucolismo campestre) en un banco de una plaza, o en un solar abandonado, o en cualquier esquina que les resulte hospitalaria. Que solo en la ciudad de Barcelona, y según el último recuento realizado por la Fundación Arrels en diciembre de 2023, son 1384 personas, una cifra que a buen seguro se ha sobrepasado con creces en estos dos últimos años, y que la misma Fundación estima que puede rondar las 5.000.
Son los sintecho, que es la forma (bendecida por la RAE) como se llama ahora a los que antes se les definía genéricamente como mendigos, vagabundos o indigentes, y que forman parte de ese colectivo más amplio que viene marcado ya en su mismo nombre con las señales de la carencia o la privación adheridas al prefijo inicial: los sinvoz, los simpapeles, los sintierra… Los que no tienen ni siquiera un rincón propio donde procurarse unas horas de calma y descansar cuando llega la noche y el mundo y la misma vida buscan reposo, y la naturaleza toda y los animales y los pájaros se recogen.
Es el sinhogarismo, el nuevo término académico para designar la condición o la circunstancia de los que no pueden seguir la querencia universal de volver por la tarde a casa porque no la tienen, o la han perdido, o llevan lo que les queda de ella (un colchón, un somier, dos sillas y algún mueble desvencijado…) encima de un carromato, como les sucede a esas familias de Gaza que salen en las noticias de la televisión.
Son los que no cierran ninguna puerta para prevenir el sueño, ni abren ninguna ventana para despertar al nuevo día, ni pueden acceder por sus propios medios a los milagros rutinarios que hacen más cómoda y llevadera la existencia (pulsar un interruptor y que baje la luz, abrir un grifo y que mane agua, presionar una señal y que se haga el calor); los que en algún punto del camino tomaron la dirección equivocada, o se perdieron sin saber cómo en el trayecto, o se cansaron y abandonaron; los que han recibido la peor parte en el reparto que administra la caprichosa rueda de la fortuna.
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