
Opinión
El asombro de san Agustín
Y sin embargo, un tercio de la población española mayor de 14 años sigue sin leer

Cuenta san Agustín que, siendo obispo de Hipona, visitó en cierta ocasión al futuro san Ambrosio y le encontró leyendo en soledad y absoluto silencio, de lo que se quedó muy asombrado. ¡Lo nunca visto, que alguien leyera únicamente con los ojos y sin mover siquiera los labios! Y tanto le llamó el hecho la atención que, trece años después, hacia el año 384, lo anotó en su libro más conocido, Confesiones: «Cuando Ambrosio leía, sus ojos se desplazaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, pero su voz y su lengua no se movían».
El asombro de ver a un hombre en una habitación, con un libro y leyendo sin articular las palabras, no tiene nada de extraño en una época en que lo habitual era leer en voz alta –aun a solas– y compartir con otros la lectura. Por dos motivos: para entender mejor el sentido de lo leído, pues en los textos escritos no había signos de puntuación ni se separaban las palabras, y porque los códices, esto es, los libros manuscritos anteriores a la invención de la imprenta, eran escasos y de difícil acceso.
El arte de leer en voz baja que tanta extrañeza causara a san Agustín tendría luego, cuando el libro se convirtió en un objeto al alcance de todos, consecuencias maravillosas. Pero el proceso fue largo, desde que los primeros escribas empezaron a trazar signos, primero en tablillas de arcilla húmeda, después en hojas de papiro, una especie de junco, y más tarde en pieles de animales convenientemente raspadas y alisadas, los llamados pergaminos, que, lo mismo que los papiros, se conservaban en forma de rollo. El acto de leer mejoró notabilísimamente cuando la tira del rollo se cortó en hojas, pues de ahí vino el códice, un fajo de páginas encuadernadas, casi siempre escritas en pergaminos, que se podía tener en casa y allí conversar con él a solas, al calor de la lumbre o a la luz de una candela.
Luego, hacia el siglo XII, llegó a Europa el milagro del papel, ya utilizado siglos antes en China y Japón. Comenzó por entonces la labor de los copistas medievales, que transcribían pacientemente a mano los libros en los monasterios: una labor difícil, por lo lenta y meticulosa que resultaba (se calcula que cada copista escribía entre cuatro y seis páginas al día). Y a mediados del siglo XV, otro milagro, este más trascendental y duradero: la imprenta, que supuso el acceso a un gran número de libros y un considerable aumento de lectores.
Hoy resulta fácil acceder a los libros, y las bibliotecas públicas los ofrecen gratuitamente. Y sin embargo –cuesta un poco creerlo, y el asombro de san Agustín sería mayúsculo–, un tercio de la población española mayor de 14 años sigue sin leer, según el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España, presentado la semana pasada.
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