Opinión

Cumplir años (y algunas fantasías)

Si por algún milagroso arte volviera a la edad en que uno sueña con lo que va a ser en la vida

Un niño sopla las velas de una tarta de cumpleaños
Un niño sopla las velas de una tarta de cumpleaños istock

Cumplir años, a esa edad en que se divisa ya a lo lejos la línea de sombra, lleva a pensar en cosas serias. Principalmente a revolver en las aguas del pasado, que no mueven molino, pero sacuden los pensamientos del molinero: las oportunidades perdidas, los talentos no aprovechados, las decisiones equivocadas… Lo que uno pudo ser y no fue, lo que creyó que podría ser y no se cumplió, lo que quiso ser y se quedó por el camino. Un poso de arrepentimientos, un rescoldo mal apagado que se aviva con el soplo de las fechas señaladas.

Como se avivan también las figuraciones y quimeras con que tratamos a veces de entretener el monótono discurrir de la existencia.

Quizá ya los septuagenarios no tengamos edad para hablar de esas cosas, que se proyectan, como es natural, a lo por venir, pero sí por lo menos humor para fantasear un poco con ellas, con lo que querríamos ser y adonde nos gustaría llegar si lo imaginado se hiciera realidad.

Por ejemplo, yo, si de mayor voy al cielo, quiero ser picapedrero, que seguro que allá arriba, no estando sujetas a la ley de la gravedad, las piedras no son tan duras y se rompen al primer golpe como si fueran avellanas. Y si no hay plaza ya, peón de labrador con san Isidro, que los ángeles se encargan de arar con los bueyes mientras mi patrón reza y yo leo. Y si también ese puesto estuviera ocupado, aprendiz de carpintero con san José, que enseña el oficio con bondad y paciencia en su humilde taller de un barrio en las afueras del paraíso.

Y si por algún milagroso arte volviera a la edad en que uno sueña con lo que va a ser en la vida, y de verdad pudiera elegir, lo echaría a suertes entre estos tres oficios: farero, de día ocupado en la interpretación del mapa de las olas y de noche en el recuento de las estrellas; guarda de montes y de ríos, y que ningún rincón se quedara sin explorar, y ningún camino sin recorrer, y ningún animal ni pájaro ni árbol sin apuntar en la memoria, con la situación y características de cada cual, y que las aguas de los arroyos y los ríos discurrieran en paz llevando el recado de su caudal a las de los otros ríos con los que fueran a juntarse antes de llegar al mar; profesor, que fue lo que fui durante muchos años, un modesto profesor de instituto, antes de ser lo que cree uno que es ahora, un honesto jubilado, dichos sean los dos adjetivos con ánimo llano: el primero sin falsa modestia y por mero amor de la consonancia el segundo. Por cierto que fueron esos años de docencia un buen espejo al que mirarse, pues se iba haciendo uno un poco más viejo cada curso y los alumnos, en cambio, se mantenían invariablemente anclados en la bulliciosa adolescencia y primera juventud.