Opinión

Rocinante y compañía

Es de suponer que san Antonio sea también el patrón de los animales que han tenido solo vida ficticia y literaria

Una imagen del documental «Lost in La Mancha», con Jean Rochefort caracterizado como Quijote
Don Quijote, interpretado por Jean Rochefort, a lomos de Rocinantelarazon

Se celebró ayer, 17 de enero, la festividad de san Antonio Abad, un monje ermitaño que pasó su vida en el desierto, y bajo cuya advocación se bendice ese día en algunas iglesias a los animales, que le tienen por patrón. Concurren sobre todo a esas bendiciones los que hoy se llaman mascotas o animales de compañía, y muy particularmente los perros, por ser los que más abundan (solo en Barcelona vivían, a finales de 2022, 172.971).

Es de suponer que san Antonio Abad, o san Antón, como se le nombra popularmente, sea también el patrón de los animales que han tenido solo vida ficticia y literaria, que es muchas veces, por no decir siempre, una vida más rica y duradera que la real, comúnmente prosaica y por esencia perecedera. Y se imagina uno entonces entrando en alguna iglesia a algunos de los más ilustres y renombrados de ese reino del ensueño y la fantasía.

Va en cabeza el más noble de todos, Rocinante, flaco y de altos pensamientos como su amo, y le sigue Babieca, de porte algo más brioso y resuelto. Tras ellos viene Platero, que es pequeño, peludo y suave, y el burro de Sancho, que al pobre no le pusieron ni nombre y Cervantes le llama indistintamente así, burro o asno o rucio, y el burro de la fábula de Iriarte que aprendió a tocar la flauta por casualidad, y Modestine, la burra con la que Stevenson emprendió su viaje por los montes de Cévennes.

En la comitiva de los perros, la más numerosa, llaman la atención el can Cerbero de tres cabezas que guardaba las puertas del infierno, y Argos, que fue el primero en reconocer a Ulises cuando este volvió a Ítaca tras veinte años de ausencia, y Colmillo Blanco y Buck, de la pluma de Jack London los dos, y el sabueso fantasma de los Baskerville de Conan Doyle, y Milú el de Tintín, del que no se separa Ideáfix el de Obélix, y Míster Bones, el perro callejero de Paul Auster en Tombuctú.

Unos pasos por detrás, y una pizca recelosos, aparecen el gato de Cheshire que sonreía a Alicia en el país de las maravillas, el gato con botas de Perrault y el gato negro de Allan Poe. Y en un hatajo aparte y desordenado llegan la ballena blanca Moby Dick, la vaca Cordera de Clarín, el lobo de Caperucita, el cerdo Napoleón de la granja de Orwell, el patito feo de Andersen y el oso Baloo, la pantera Bagheera, el tigre Shere Khan y la serpiente Kaa que convivieron con Mowgli en la selva.

Cierran la procesión la serpiente que engañó a Eva en el paraíso, el asno en el que huyeron a Egipto san José, la Virgen y el Niño, y el pollino sobre el que entró montado Jesús en Jerusalén, los tres, ay, sin nombre, con lo que nos habría gustado saberlo.