Opinión

Vacaciones de pueblo

La suerte de pasar por algún lance, como descubrir el rastro del oso

Un paisaje de vacaciones
Un paisaje de vacacionesLa Razón

Servidor es de los que tienen pueblo para ir de vacaciones. Un pueblo de montaña, pequeño y apartado de la circulación, al que se llega por una carretera estrecha y empinada. La carretera muere allí, y allí nace también un río, cuyas aguas descienden valle abajo en busca del llano. Ser término y no lugar de paso reporta en nuestros días grandes ventajas.

En el pueblo no hay tiendas, ni bares, ni lugares de esparcimiento o diversión, pero viene a diario el panadero, y una vez por semana lo hacen el pescadero, el carnicero y el frutero. El pescadero, que luce en el camión vistosas imágenes de animales marinos, vende además todo tipo de comestibles, desde latas de conserva a leche y yogures. El carnicero tampoco escatima el género, pero sí el tiempo, de modo que si los clientes no están en las paradas estipuladas cuando llega, arranca a toda mecha sin esperar a nadie. El frutero, por su parte, proclama la mercancía con un altavoz y, para amenizar la venta –aún utiliza la vieja romana para pesar–, atruena el aire con un variado repertorio de canciones inmortales. Tampoco hay monumentos, ni restos arqueológicos, ni atracciones modernas. Ni siquiera es posible darse un chapuzón, porque el río baja bravo y el agua está demasiado fría. Pero se puede salir al campo, escuchar la música de los pájaros (mirlos, ruiseñores, verderones, petirrojos, herrerillos…), beber en los manantiales, andar por los caminos del monte (hayedos, robledales, pinares), subir a ver amanecer a las montañas, observar el vuelo señorial de los buitres y las águilas…

Y aprender de paso las lecciones de la naturaleza, para lo cual basta con fijarse en los cientos, miles de bichos, todos diferentes y ninguno igual, por muy diminutos que sean; en los troncos y hojas de los árboles, tan variados también; en cómo se las ingenia el agua, desde un pequeño arroyo hasta el más insignificante regato, para abrirse camino entre las piedras o la maleza y discurrir siempre por lo más hondo… Y quién sabe si en alguna de esas caminatas tiene uno la suerte de pasar por algún lance, como descubrir el rastro del oso, que baja algunas noches a comer las cerezas de las huertas y probar la miel de las colmenas, o avistar al lobo, que dicen que es inofensivo y no ataca al hombre, pero a lo mejor eso era antes y los de ahora han perdido el instinto. En el pueblo es muy importante tener un huerto, y no porque con él se provea de productos ecológicos y de proximidad la despensa. El huerto ordena los días, proporciona los temas de conversación –y no ajenos o insustanciales, sino relevantes y fundamentados en la experiencia– que exige la vida social y cuenta en el escalafón.