La investidura de Sánchez
¿Con quién quiere gobernar Sánchez?
El nivel del debate de ayer no estuvo a la altura de lo exigible en una investidura del presidente del Gobierno. El nivel lo impuso Pedro Sánchez con un tono impropio de quien debe pedir el voto o la abstención, fiel reflejo de las dificultades para forjar la llamada «mayoría progresista».
Lo realmente novedoso y extraño del discurso de investidura de Pedro Sánchez es que, mientras esbozaba en el Congreso su programa, todavía lo estaba pactando con sus posibles socios, Unidas Podemos, y Pablo Iglesias le ponía unas condiciones de máximos. Efectivamente, Iglesias embistió a Sánchez. Es paradójico, insistimos, que todavía intentara convencer al partido con el que va a compartir el Gobierno.
En este sentido, la ceremonia no se aparta en nada de lo que hemos visto durante estas semanas en sus estrambóticas negociaciones con Pablo Iglesias, los vapuleó con sus afectados resabios. Pero lo cierto es todavía no sabemos si realmente Sánchez desea que se selle el Gobierno de coalición o que la jugada le ha salido mal y no tiene más remedio que seguir adelante, muy a su pesar, o provocar el fracaso.
Sánchez subió al estrado para pedir la confianza de la Cámara y ser elegido presidente del Gobierno, aunque las credenciales que presentó no dan para mucho. Aun siendo el candidato con el resultado electoral más exiguo que se ha presentado a una investidura, actuó como si tuviera la mayoría absoluta y no estuviese obligado a presentar un programa, hacerlo con seriedad, en profundidad, poniendo en la mesa las consecuencia de cada medida, algo que no hizo.
Se comprometió a desarrollar seis principios (empleo, transformación digital, emergencia climática, lucha por la igualdad plena entre mujeres y hombres, desigualdad social y Europa), que pueden ser asumido por todo el arco parlamentario, pero no dijo de dónde va sacar el dinero para financiarlos.
La inconcreción del programa –llegó a decir que entre las medidas activas para creer empleo había que reformar el Estatuto de los Trabajadores– era inevitable porque Sánchez no estuvo en el Congreso para convencer a nadie porque su batalla ahora mismo es conseguir el apoyo de Unidas Podemos sin que tenga consecuencias en la dirección política de este país y, sobre todo, en el prestigio de un partido histórico como el PSOE.
Que eludiera en su discurso la situación política de Cataluña está en la lógica de ocultar su dependencia de los partidos independentistas, los mismos que le llevaron a La Moncloa tras la moción de censura.
El origen de la situación política actual viene de ahí, con la gravedad de que los separatistas han conseguido inocular la dialéctica más nociva que vive la política española, la de crear bandos y hacer creer que libertad y progreso es apoyar un plan secesionista letal para España y Europa y querer arrojar fuera del sistema a los que se oponen a ello.
Sánchez no puede exigir la abstención a Pablo Casado –que tuvo una intervención muy seria y centrada– y a Albert Rivera –un líder, por cierto, que realizó un discurso confuso y desordenado– para hacer presidente a alguien cuyo proyecto para España rompe algunos pactos de Estado, y hacerlo, además, cuando todavía no tiene cerrado el acuerdo con Unidas Podemos.
Es decir, ¿con quién quiere gobernar Sánchez? El líder de Podemos le puso muy alto las condiciones cuando hizo su personal lectura política de la crisis de Cataluña, que definió como un acto de desobediencia y que en nada se quiso alterar el orden constitucional.
De nuevo Sánchez ha adulterado un acto político de primer orden, el de investidura, utilizándolo en su negociación con Iglesias, o, más que negociación, intentar que fracase su intento de Gobierno derivando toda la responsabilidad a la oposición y su propio aliado. Hacerlo en una sesión de investidura es una grave manipulación.
«¿Se merece España que no tenga un Gobierno después de esta sesión de investidura?», preguntó Sánchez a la Cámara. No, no se lo merece.
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