Kirk, la leyenda del indomable
Su vis cómica era tan potente como su capacidad de seducción. No se doblegó ante Hollywood y no necesitó para vivir como quiso el aplauso de su Academia, cicatera, que le regateó el oro y hoy le llora. Douglas, que ya era leyenda, ha agigantado la suya 103 veces. Ya no quedan héroes como él
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Murió Issur Danielovitch Demsky, Kirk Douglas, a los 103 años. Fue un tipo sin miedo, un gladiador y un payaso, un cómico en la mejor tradición del cinematógrafo y el teatro, un guerrero, seductor, marido durante 65 años, padre de otro actor mítico y, para variar, un portento al que la Academia de Hollywood había regateado su Oscar hasta que en 1996 no le quedó otro remedio que intentar remediar el bochorno con un premio de consolación que se antoja muy poca cosa. Claro que la carrera del hombre que irradiaba dinamita en «Cautivos del mal», al lado de Lana Turner, la versatilidad del tipo que en «20.000 leguas de viaje submarino», uno de los grandes éxitos de Disney fuera de la animación, demostró que también sabía reír y hacer reír, no necesitaba del aplauso de los jurados. Su vis cómica era igual de poderosa que su indomable capacidad de seducción. Solo un tarado muy obtuso o un enemigo del género humano calificaría como tóxica su apabullante y al mismo tiempo frágil masculinidad, su fortaleza de espíritu, la corrosión de aquella mirada que las había visto de todos los colores durante una infancia pobre, el encanto, el ángel, el duende de un hombre al que amaba la cámara y que correspondió a la adoración del público con una dedicación monástica al trabajo y un arrojo muy poco común a la hora de escoger sus papeles. Murió Kirk Douglas, padre de Michael, Joel, Peter y Eric Douglas, amigo y compañero de reparto en más de media docena de películas junto a Burt Lancaster, y Hollywood se antoja ya una guardería. Apuesten a que muchos de los ídolos contemporáneos, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio, serán recordados en el futuro con los inevitables lamentos por la muerte del cine. Cada época tiene sus dioses y es condición del hombre despreciar el presente y añorar su infancia. Pero difícilmente ninguno de los actores modernos igualará en mitología y carisma al hijo del trapero, que abandonó a sus prole cuando el pequeño Kirk soñaba con escapar del pueblo. Douglas será recordado por su talento descomunal, su versatilidad y su furia, por su asombrosa ductilidad, su inteligencia, sus ganas de picar piedra y buscar oro allí donde los otros desistieron, por su coraje ante la censura y su orgulloso, valiente desprecio por el qué dirán. También porque el cine ha encogido. Lo dijo hace pocos meses Martin Scorsese. Hollywood apenas dedica dinero a nada excepto a aparatosas e infantilizadas historias de superhéroes. No hay dinero para proyectos adultos ni atención por los guiones y el espectador maduro. Tampoco parece posible que una estrella diga adiós a todo y, montando una productora bautizada con el nombre de su madre, logre triunfar a lo grande. Douglas lo hizo. En 1955 rompió con Warner Bross y puso en pie Bryna Productions, por Bryna, «Bertha», su madre, que llegó desde la Rusia zarista, al igual que el padre de Kirk, Herschel «Harry» Danielovitch, para establecerse en Amsterdam, Nueva York. Con Bryna el joven actor, ya consagrado pero hambriento de retos, pagó algunos de sus proyectos más arriesgados y fascinantes. Solo con «Senderos de gloria» (1957) y «Espartaco» (1960) de un joven Stanley Kubrick, le habría sobrado para hacerse leyenda. Por mucho que Sam Mendes haga virguerías con los planos secuencia de «1917», el panteón de las historias sobre la I Guerra Mundial tiene todo el espanto de que seguirá subyugado por dos películas colosales, la historia de las trincheras en la que Douglas interpretó al coronel Dax y esa otra barbaridad de 1937, igualmente eterna, dirigida por el inigualable Jean Renoir y titulada «La gran ilusión».
Hambre y frío en Nueva York
Hermano de seis niñas, hijo de un hombre que sacó a su familia adelante vendiendo ropa vieja y chatarra y luego hizo mutis, Douglas decidió ser actor en el instituto y no paró hasta lograr una beca. Estudió letras, trabajó de todo, pasó hambre y frío en Nueva York, donde compaginaba los primeros escarceos en el teatro con la inevitable mili de los restaurantes y los bares, hoy como ayer en Manhattan repletos en sus barras y cocinas de aspirantes a estrellas del cine. Enloqueció a Lauren Bacall, con la que compartía escuela de interpretación. Bacall, mucho más joven, posiblemente también mucho más enamorada, le prestó un abrigo y compartieron jergón y aventuras. Poco más tarde acudió a la llamada del ejército, para combatir en la II Guerra Mundial. A su regreso, herido, con honores, tuvo un primer éxito, en 1946, con una cinta coprotagonizada junto a la igualmente maravillosa Barbara Stanwyck. A partir de ahí, la leyenda.
Empezando en 1949 por «Regreso al pasado», de Jacques Tourneur, uno de los grandes «noirs» de todos los tiempos, una película misteriosa, sensual, fatalista, desesperada y romántica hasta el paroxismo, en la que compartía escenas con otro campeón de los pesados, Robert Mitchum. «Champion», en el 49, lo consagró a nivel internacional. El resto es historia, No menos de dos décadas de acaparar papeles soberbios, enriquecidos por su masculinidad atormentada e irónica, su personalidad encendida y esa sombra de quietud casi zen ante el destino que conjugaba con una potencia animal. Como hemos escrito en otras ocasiones, Kirk Douglas poseía lo que Keith Richards, gemelo en el difícil arte de desafiar a la muerte, llamaba en sus memorias como «the shining», el brillo. Una cualidad que parece imposible de explicar más allá de las descripciones esotéricas pero que todos, como espectadores, sabríamos señalar en cuanto aparece en la pantalla alguien bendecido por ella.
Trabajó con Michael Curtiz en el papel de trompetista genial Bix Beiderbecke, y con Billy Wilder en la vitriólica y sensacional «El gran carnaval», que solo fue reconocida como la obra maestra que es muchas décadas más tarde, cuando el público y la crítica fueron capaces de admitir el retrato terrible que hace de todos nosotros. Fue Vincent van Gogh en «El loco del pelo rojo», en 1956, a las órdenes de Vincente Minnelli, con el que repitió, y demostró más coraje y dignidad que nadie cuando impuso que apareciera en los créditos el nombre de su insigne guionista en «Espartaco», Dalton Trumbo, machacado por las centurias puritanas, obsesionadas con Moscú.
Trumbo abandonó al fin la lista negra, que poco a poco comenzó a saltar por los aires. Ese mismo año también lo contrató Otto Preminger como guionista de «Éxodo». Trumbo, que dirigiría «Johnny cogió su fusil»y es autor de guiones tan memorables como el de «Vacaciones en Roma», que firmó con pseudónimo (la estatuilla fue para un fantasmagórico Ian McLellan Hunter), había formado parte de los «Diez de Hollywood», condenados a la muerte profesional por el infame e infamante Comité de Actividades Antiaméricanas que propulsaba la loca dipsómana del senador McCarthy. Y no solo al ostracismo: fue sentenciado a doce meses de cárcel, de los que cumplió diez. La viuda de Trumbo, Cleo, en una carta dirigida en 2002 a «Los Angeles Times», comentó que «si bien fueron necesarios hombres de principios y coraje como Preminger y Douglas para desafiar a los estudios de Hollywood, es mi convicción inquebrantable que fueron principalmente los esfuerzos de los propios escritores de la Lista Negra los que hicieron que se rompiera».
Douglas, siempre el primero en quitarse importancia, consideraba que su decisión de apoyar a Kubrick y apostar por Trumbo fueron las más importantes de su carrera. Pero jamás se atribuyó ninguna heroicidad. El histrión que rebosaba humor, el autor de unas memorias panorámicas y brillantes, que gastó parte de su dinero en la beneficiencia, que nunca olvidó sus orígenes, leal al débil, retador con el poderoso, hace mutis y el arte que mejor resumió el siglo XX, encogido para entrar en los móviles, llora desconsolado por una herida sin cicatriz posible. Su grito, «Yo soy Espartaco», suena y resuena como un relámpago de dignidad que trasciende los límites del estricto arte cinematográfico y emparenta al niño del trapero con gigantes como George Orwell.