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Rembrandt, el arte del retrato antes del “selfie”

El Museo Thyssen-Bornemisza reúne 33 obras del maestro en una exposición dedicada al retrato de su época. Una muestra que pone al pintor enfrente de sus contemporáneos y que es una oportunidad para apreciar sus aportaciones al género y la evolución que tuvo
Eduardo ParraEuropa Press

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El auge de la economía mejoró el bienestar de la población y durante el camino despertó la conciencia de las clases sociales, un sentimiento que permanecía acunado por el vaivén de las rutinas. El deseo de inmortalidad, que antes era una idea propia de reyes, emperadores, nobles, senadores, grandes duques y señores palatinos, pasó de ser algo reservado a las aristocracias y a pasó a pertenecer a comerciantes, empresarios, políticos, artesanos y almas que se ganaban la soldada con las manos. La nueva burguesía, individual o familiar, descubrió la impaciencia de una nueva necesidad, la importancia de promocionarse a partir de su propia imagen. En aquella época privada de internet, rica ya en incipientes capitalismos, había nacido la inquietud que en el siglo XXI desembocaría en la paranoia del «selfie». En aquel periodo sin instagram la única red social era la pintura y los creadores arracimados alrededor de los talleres.
El siglo XVII fue una eclosión de retratos como jamás se había presenciado con anterioridad. Los artistas encontraron un mercado antes inexistente y se frotaron las manos al atisbar la masa de beneficios. De esta manera Ámsterdam, una ciudad conocida por su puerto y su clima húmedo, pasó a ser el epicentro del género más egocéntrico de la historia de la pintura. Allí todos querían ser recordados (una fiebre que se ha revelado perpetua más que pasajera). Y no solo por sus familiares inmediatos, sino también por sus vecinos, aunque los odiasen. El público deseaba que se le reconociera su importancia en el desarrollo de ocupaciones civiles, en las organizaciones públicas en las que participaban, en los cargos que desempeñaban en las principales instituciones y los gremios de mayor reputación en los que desarrollaban sus labores. El recuerdo ya no pertenecía a un privilegio de familias poderosas o más o menos reputadas. También era un derecho que se había puesto al alcance de los habitantes corrientes. Los ciudadanos con suficientes ahorros podían permitirse colgar un lienzo con su cara en las paredes del salón o, incluso, dejar al nieto el legado de su mirada. Alrededor de los canales se aglutinaron entonces una enorme variedad de talentos. Las crónicas dan testimonio de más de 130 artistas entre 1590 y 1670. Cornelis Ketel, Frans Badens, Pieter Isaacsz, Aert Pietersz, y Adrien Key, Pieter Pieterrssz y Han Tengnagel, entre otros fijaron normas y leyes nuevas para el género de moda.
La genialidad de un talento
Cuando en 1631, Rembrandt irrumpió, los nombres dominantes eran Pickenoy y Thomas de Keyser. La hegemonía de su prestigio eclipsaba a los demás cuando él, alentado por la idea de incrementar ganancias y la abundancia de encargos, dejó Leiden y se marchó a la Venecia del norte. Hendrick Uylenburgh, el primo de quien terminaría siendo su mujer, Saskia, lo animó a que diera ese paso y le presentó los primeros compradores. Jamás había tocado antes el retrato pero sus primeros pasos en él dejan entrever que había estudiado muy bien a sus coetáneos y que traía esos conocimientos, y otros más, muy bien asumidos. Rembrandt no tardó en destacar sobre el resto una disciplina que debía suponer un enorme desafío para un hombre que provenía de pintar relatos históricos y bíblicos, de trazar composiciones mitológicas y clásicas, y que ahora debía asomarse a los abismos de la psicología humana, se convirtió prácticamente en su seña de identidad.
El Museo Thyssen Bornemisza dedica precisamente a este periodo excepcional del arte la exposición «Rembrandt y el retrato en Ámsterdam». Un montaje que ha reunido 39 piezas del gran maestro y que lo encara con aquellos que desarrollaban sus actitudes a la vez que él. Un paseo que supone un repaso y la evolución de su estilo, y también un apropiado panorama a toda un periodo. Mar Borobia, del departamento de pintura antigua de la colección, comenta que «lo primero que apreciamos en él, y lo que marca la distancia de otros artistas, es su estudio de la luz. Si observamos estos retratos, muchos tienen un fondo negro. La luz les llega a ellos, pero, en cambio, él hace que los ilumine desde atrás, de una manera que es genial, que los resalta y que resulta muy novedosa. Además, posee una pincelada que, al revés que la mayoría, es muy libre, muy poco rígida, muy suelta, algo que podemos apreciar en un sinfín de detalles». Ella misma subraya la habilidad que solo han tenido unos pocos, «como El Greco, Velázquez o Antonio Moro, para concentrar tanta intensidad en la mirada y dar el registro psicológico del personaje». Y destaca que su «gran aportación es la atmósfera, algo que consigue gracias a su manera de manejar la luz».
Rembrandt aportaría dos nociones nuevas a las cualidades anteriores. La primera es que incorporó el claroscuro, algo nuevo y, también, que introdujo la concepción de relato en sus retratos. Él provenía de realizar paisajes y representar escenas del pasado, bien de vidas sagradas o hechos mitológicos, y supo introducir el relato en estos cuadros. En una de las salas, precisamente, se puede contemplar «Retrato de un hombre en un escritorio». Un lienzo con maneras fotográficas, pero sin burdas presuntuosidades, que capta a un hombre en mitad de una acción, como si el pincel le hubiera sorprendido en medio del gesto y lo hubiera detenido ahí para siempre. Sus obras, como resaltó ayer Guillermo Solana, director del Thyssen, nos interpelan, despiertan la curisiodad y obligan a plantearnos quiénes eran, de qué se ocupaban y cuál resultó ser al final su destino. Para el comisario de la muestra, Norbert Middelkoop, conservador del Amsterdam Museum, que ha logrado que se exhiben en España «Joven con gorra negra», un óleo que apenas se ha visto en Europa y nunca en nuestro país, explica que «retrató a personas como somos nosotras. No le importaba que fuera de una manera individual o en una bella composición familiar. Uno de los grandes logros de Holanda en este momento es que consiguió que tuvieran acceso a la pintura un sinfín de personas de distintos estratos sociales». Su prestigio llegó tan alto, que Middelkoop narra una pequeña anécdota: «La gente compraba los mismos retratos que se hacía Rembrandt. Quería al maestro retratado por el maestro, que posaba, como en el que se puede ver en esta exposición, a la antigua, con ropas vistosas y solo con el nombre de pila, como hacían los grandes en la antigüedad. Era una manera de hacer «menchandising» de sí mismo, utilizando su propia imagen».
Una obra que no escapó al fuego
En la última sala de la exposición aguardan dos gratas sorpresas: los impresionantes grabados que hizo el pintor (se pueden ver sus distintos estilos) y lo que queda de «La lección de anatomía del doctor Jan Deijman». El museo ha reproducido el tamaño original que tenía y ha colocado en su lugar el único detalle que escapó a las llamas y que se conserva en la actualidad. Es la escena de la autopsia a un cadáver