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La ninfa distante

Alessandra TarantinoAP
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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La vida de Lucía Bosé, que ha muerto por coronavirus a los 89 años, no fue precisamente convencional. Pocas actrices de su generación podían enorgullecerse de haber sido descubiertas por el mismísimo Luchino Visconti. En una pastelería milanesa, en la que oficiaba de dependienta, un hombre le vaticinó que acabaría trabajando en el cine. «Eres un animal cinematográfico», le espetó. Ella aún no había ganado el título de Miss Italia y no sospechaba lo que ese hombre –aristócrata comunista, excelso director, amante de la ópera y futuro padrino de su hijo Miguel– significaría para su existencia. Fue Visconti el que la recomendó a Giuseppe di Santis, que le daría su primer papel en «Non c’è pace tra gli ulivi» (1950), ejemplo tardío de un neorrealismo arrebatado que estaba empezando a languidecer en el esplendoroso cine italiano de los cincuenta. Fue Visconti, también, el que convenció a Antonioni para que la contratara como la burguesa protagonista de «Crónica de un amor» (1950). En teoría, sus 19 años la hacían poco creíble para encarnar a una mujer casada y en crisis. En la práctica, sentó cátedra. ¿Qué vio el refinado Visconti en la belleza de la Bosé para hacerle de improvisado agente? En una época en la que eran frecuentes las «maggioratas» estilo Gina Lollobrigida, Bosé ofrecía una elegancia adusta, sofisticada, que congeniaba mejor con el cine de autor que acabaría frecuentando que con las comedias románticas que tuvo que interpretar al principio de su carrera. Si Antonioni no hubiera visto en ella una anticipación de la actriz introspectiva, angustiada, que, en su cine de los sesenta, encarnarían Jeanne Moreau y Monica Vitti no habría contado con ella, otra vez, en «La señora sin camelias» (1953). Lo que la trajo a España fue, justamente, la repetición de ese personaje antonioniano, distante y neurótico, en «Muerte de un ciclista» (1955). El Buñuel de «Así es la Aurora» estaba a un paso. Era, pues, una actriz moderna adelantada a su tiempo que congeló su talento durante once años –los que duró su matrimonio con Luís Miguel Dominguín– en un país, la España franquista, que iba con retraso. Por eso cuando se separó, la nómina de cineastas con los que trabajó pertenecía plenamente a la del cine que había roto con los esquemas clásicos. De Pere Portabella («Nocturno 29») a Fellini («Satiricón»), de los Taviani («Bajo el signo del Escorpión») hasta Marguerite Duras («Nathalie Granger»), Bosé paseó esa mirada de ninfa distante que tanto nos hechizó, desde el otro lado de la muerte, como vampira sedienta de juventud (la condesa Bathory), en «Ceremonia sangrienta».