El viaje de Andreu Nin al fin del mundo
El líder anarquista pasó unos años en rusia, aunque no vio de cerca la miseria, la muerte y la terrible hambruna del país a principios del siglo XX
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En abril de 1921, el pleno nacional de la CNT decidió enviar una delegación a Rusia al III Congreso de la Internacional y al Congreso de fundación de la Internacional Sindical Roja. Como Andreu Nin, secretario general de la Confederación, hablaba varios idiomas, se erigió en el candidato perfecto para formar parte de aquella comisión. La situación política española era bastante delicada entonces. Al asesinato del jefe del Gobierno Eduardo Dato en marzo de 1921, se sumó en julio el desastre de Annual, donde las tropas marroquíes de Abd el-Krim infligieron una cruenta derrota a las fuerzas españolas con más de 10.000 muertos. Enseguida corrió el rumor por Barcelona de que Nin huía de la Policía. Mientras hacía las maletas para marcharse a Rusia, se le vinculó con el atentado contra Dato porque los tres pistoleros que acabaron con la vida del líder conservador eran anarquistas. Pero él nada tuvo que ver con el asesinato. Al fin pisó suelo ruso.
Durante nueve años contemplaría millares de veces los muros del Kremlin y la inmensa superficie de la Plaza Roja. A diferencia de Petersburgo, en Moscú no había un solo hotel particular. En casi ninguna ciudad del mundo era tan grande la carestía de habitaciones como allí. La de Nin se asemejaba a los cuartos que había en las casas de los soviets, que costaban dos libras esterlinas al día. En el suelo del habitáculo había una mugrienta estufa hecha de ladrillos, pues las viviendas carecían de calefacción central casi desde la revolución. De la estufa partía un largo tubo de hoja que se extendía por toda la estancia, traspasaba la pared e iba a dar a un corredor repleto de muebles desvencijados por el que era casi imposible abrirse paso. Tanto de la estufa, como del tubo, salía continuamente humo que provocaba tos y picor de ojos al que no estaba acostumbrado. Las paredes estaban renegridas por el hollín que despedía el calentador, y los cuartos jamás se ventilaban porque las ventanas habían sido condenadas para que no entrase el frío.
Con esa sofocante atmósfera se familiarizó Nin, conmovido por el espíritu de sacrificio de todos esos bolcheviques que soñaban con el paraíso socialista. Quizá por eso mirase hacia otro lado para no ver la gran miseria humana que tanto horrorizara a Ángel Pestaña mientras fue delegado de la CNT en el Komintern. Tal vez aceptara incluso toda esa podredumbre, como una especie de ofrenda pasajera de la auténtica revolución proletaria. Mientras estuvo allí, alrededor de cinco millones de personas murieron de hambre en la Unión Soviética. Malas cosechas, falta de ayudas, epidemias y un frío glacial convirtieron todo el territorio de Wajtka hasta Astrachan en un gigantesco cementerio. La fatalidad que conducía a la muerte con inhumana crueldad al campesino ruso o al tártaro era conocida. Primero, la guerra y la revolución obligaron a reducir el terreno para la siembra. Luego, los bolcheviques requisaron las escasas provisiones de reserva de los aldeanos y después éstos, por miedo a nuevos robos y careciendo del trigo suficiente, cultivaron sólo el mínimo para la manutención de sus familias.
Sin alimento
La cosecha del último año solo produjo la décima parte de lo poco que se esperaba. La mayoría de los campesinos cosechó de seis a ocho puds, cada uno de los cuales equivalía a poco más de dieciséis kilos. Esa provisión debía servir para mantener a una familia de seis miembros durante todo el año. Las existencias se agotaron al principio del otoño. Hubo que sacrificar a todas las reses y comerse hasta el último grano destinado a la siembra. Alrededor de quince millones de personas sufrían en Rusia esta amenaza que solía acabar en tragedia con los cuerpos de hombres, mujeres y niños tendidos sobre la nieve y cargados después en los trineos ambulantes que los transportaban hasta los cementerios. En el de Ufa se enterraba a una media de trescientas personas al día. Solo en la primera semana de septiembre de 1921, recibieron sepultura seiscientos niños. Muy lejos de donde estaba Nin seguían produciéndose aquellas atrocidades.
Al este de Samara se dividía la línea férrea que venía de Moscú. Hacia el norte conducía el ferrocarril hasta Siberia, pasando por Ufa y Tscheljabinsk; hacia el sur, se llegaba al Turkestán, atravesando Orenburgo.Entre esas dos líneas de tren se situaba un inmenso territorio de decenas de miles de kilómetros cuadrados por el que no circulaba el ferrocarril. Una especie de camposanto condenado por el hambre y aislado prácticamente del resto de Rusia.