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De Kafka a Manuel Vilas: el padre como figura literaria

Desde los griegos, su presencia ha estado presente en multitud de obras. Varios escritores vuelven a reflexionar sobre el papel del progenitor y, precisamente en estos momentos de pandemia, lo que su pérdida
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La Razón

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«Yo flaco, débil y angosto; tú fuerte, grande y ancho. En esa caseta me sentía miserable y no solo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas». El célebre alegato de Franz Kafka (1883 - 1924) en su «Carta al padre», que el pasado mes de noviembre cumplió un siglo de existencia, resulta ya una valiosa pieza de arqueología. Entre otras cosas, porque el padre ha dejado de ser «la medida de todas las cosas», sin que proceda, pues, esa imagen de postración e impotencia con que él mismo se definía ante su figura: «Las sacudidas de la mosca en la tira de papel engominado».
Si Wittgenstein auguró que el destino de la filosofía es, justamente, ayudar a la mosca a salir del frasco, esa oxigenación emprende Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) en «No entres dócilmente en esa noche quieta» (Seix Barral), antecedida por Manuel Vilas (Barbastro, 1962) en «Ordesa»(Alfaguara, 2018), o Jesús Aguado (Sevilla, 1961), con el poemario «Carta al padre» (Fundación Lara, 2016), en una saga inaugurada por Kafka hace un siglo, y continuada por narradores tan destacados como Phiilp Roth o el reciente Premio Nobel Peter Handke.
Bajo el común denominador de aguardar a la muerte del progenitor, Menéndez Salmón, hijo único, y más apegado a la veracidad del relato, es acaso quien ofrece una imagen más dolosa, dando cuenta de un padre alcoholizado y enfermo crónico, de cuerpo y mente, y de quien, confiesa, «no tengo de él ningún recuerdo sano».
Quien sí parece haberse redimido del todo, a él mismo y al propio Kafka, es el estadounidense Philip Roth (1933 - 2018), con su ineludible «Patrimonio» (2004, en castellano). Curiosamente, al igual que el del escritor checo, su padre se llamaba Herman y era, asimismo, de ascendencia judía. Roth lo evoca, conmiserativamente, ya en su ancianidad, cuando a él mismo le tocó cuidarlo. Rememora el episodio de cuando le diagnostican un tumor cerebral y regresa a su hotel con las radiografías del cerebro de su padre.
Tras evocar «las imágenes del cerebro de mi padre, fotografiado desde todos los ángulos, esparcidas sobre la cama», reflexiona: «Puede que el impacto no fuera tan grande como el que me habría producido tener el cerebro de mi padre en el cuenco de las manos, pero por ahí se andaba. Así como la voluntad de Dios brotó de una zarza ardiente, del mismo modo, y con no menos milagro, Herman Roth había estado manando de aquel órgano bulboso durante muchos años. Acababa de ver el cerebro de mi padre: nada y todo me había sido revelado. El cerebro era un misterio al que poco faltaba para ser divino, incluso perteneciendo a un agente de seguros jubilado que no llegó a pasar del octavo grado...».
En esta especie de autopsia en vida, rememora también cuando hubo de limpiarle el trasero. «Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás se había sentido. Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorado la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar (...) De modo que esto era el patrimonio. Y no porque limpiarlo simbolizara alguna otra cosa, sino precisamente porque no, porque no era sino la realidad vivida que era»

Una búsqueda entre versos

Peculiarmente duro y no menos escatológico resulta el alegato de Jesús Aguado en su poemario homónimo a la carta de Kafka, y planteado, asimismo, como invocación, en segunda persona, pero con esta contundente superación: «Estás muerto, padre, márchate de nuestras cabezas / y déjanos en paz»... Si Kafka le reprochaba a su padre que no predicara con el ejemplo, prohibiéndole, por ejemplo, los alimentos que él sí consumía a su antojo (ajustándose al famoso precepto, «cuando seas padre comerás huevo»), Aguado le da al suyo con su propia medicina, y, nos lo coloca, así, de este modo obsceno frente al espejo: «Tus ruidos al comer, padre. Gorgoteos, salivaciones, eructos, sonoras masticaciones, chasquidos, pedos. Se me indigestaba la comida asistiendo al espectáculo de cómo tú eras engullido por la tuya. La comida te comía. La comida te usaba para imponerse a todo lo demás: a las conversaciones, a la televisión, a los pensamientos». Y concluye: «Se pasa el tiempo inexistiendo», tratándose, de hecho, de un ser «inexistente, inexistible, inexistidor» .
En conjunto, desde el nuevo enfoque del litigio paterno-filial, al padre ya no se le mata. Únicamente, se le echa de más. Y, pese al escarnio simbólico, se le desea lo mejor a su persona. Desde un cierto cordón sanitario, se sugiere que bastaba con que («apártate, padre») hubiese sido progenitor por cuenta propia. Aguado nos da una clave de cómo se suele asumir la figura paterna en estos tiempos de embarullamiento y escisión: «Tengo dos padres. No tengo ninguno».

La huella del cadáver

En el caso de Manuel Vilas, el anónimo progenitor es revestido con el sobrenombre de un músico famoso, y se busca a toda costa su redención y enaltecimiento. «Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, trabajó, fundó una familia y murió», dice, a modo de conmovedor epitafio. Sin embargo, los móviles de su rescate no son siquiera altruistas, sino, por así decirlo, químicos y líricos, desde el convencimiento de que matar al padre (acaso porque ya está muerto) sería un sacrilegio pero, sobre todo, un suicidio; el narrador, que nos habla de él en tercera persona, confiesa recordarlo a diario, y más aún: «No es que lo recuerde a diario, es que está en mi de forma permanente, es que yo me he retirada de mi mismo para hacerle hueco a él». La idea prioritaria de Vilas, a este respecto, es que salvar al padre es la única forma -si es que esto es factible- de salvarse uno mismo: «El cadáver de mi padre es todo cuanto conservo o cuanto poseo en este mundo (...) administra su cadáver la luz de mi cadáver; su cadáver es un maestro que enseña a mi cadáver la desconcertante alegría de seguir existiendo desde el cadáver (...) Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido».
Aquí y allá, el narrador plantea una innovadora simetría paterno-filial, muy inusual en generaciones precedentes. «Todo cuanto le pasó a mi padre repercute en mi vida con una precisión milimétrica. Estamos viviendo la misma vida, con contextos diferentes, pero es la misma vida», se concluye categórico, para reforzar esa misma idea en las puntuales invocaciones en segunda persona con que se busca acentuar el lirismo, devolviendo a la vida al difunto padre: «No te amé lo suficiente, y tú a mi tampoco. Fuimos condenadamente iguales».
En el alter-ego de Vilas sobresale el deseo de un ajuste de cuentas consigo mismo, bajo la idea latente de no haber sabido ser (tampoco, recíprocamente) un buen hijo. «La única forma de verdad resistente que hemos encontrado es esa: la relación entre un padre y un hijo: porque el padre convoca a su descendencia, y eso es la vida que sigue... No hay nada más».
Para el narrador/Vilas, el padre es la única certeza, además, de que haya habido vida antes de la nuestra («¿Puedes imaginar un mundo en el que esté tu padre pero no estés tú, ni se te espere? El mayor misterio del hombre es la vida de aquel otro hombre que lo trajo al mundo»); y de que la siga habiendo después de su muerte, en medio de esta paradoja esencial: «Era como si yo fuese una sombra; yo, que estoy vivo. Y él fuese de verdad; él, que está muerto».

Conciliación

En definitiva, conciliarse con el (siempre proyectivo) fantasma del padre muerto es la única vía de conciliación con uno mismo. Aunque la tarea de recomponer su figura se sabe ardua, ya que, en rigor, nunca tuvo un principio -«Mi padre parecía haber nacido por generación espontánea»- ni tampoco un final, toda vez que «Más que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse (...) Lo que hizo fue desaparecer. Un acto de desaparición. Lo recuerdo muy bien: se quería largar. Una fuga. Se fugó de la realidad. Encontró una puerta y se marchó». Para subrayar la banalización y el absurdo de la concepción de la muerte en la actualidad, Vilas echa mano de un estilizado humor a propósito de ese «acto de desaparición»: «Mi padre murió por parecerle una idea interesante el vaticinio del oncólogo y por no dejarlo en ridículo, por cortesía laboral con aquel tipo». De un modo concluyente expresa, en definitiva, que «formábamos un solo ser, nos fundíamos. Éramos amor. Pero nunca lo hablamos, nunca lo dijimos. Nunca».
Tal vez ocurra hoy que «las sacudidas de la mosca en la tira de papel engominado», que a Kafka le inspiraba la relación con su padre, se han desplazado hacia los diversos tanteos a la hora de hallar una definición precisa. Con todo, parece imperecedero, como osamenta de esa relación, este legado de Juan Carlos Onetti (1909-1994). en «Cuando ya no importe» (Alfaguara) su libro testamentario, publicado al filo de su muerte: «[He aquí] el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón».

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