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Manuscritos medievales: la historia detrás de los libros más valiosos

Son únicos y su valor, incalculable. Entre ellos están el “Beato Morgan”, las “Horas de Juana de Navarra”, los dos realizados en España, y el volumen que contiene los “Carmina Burana”

El llamado "Beato Morgan" es un Beato de Liébana que se escribió en el monasterio de San Salvador de Tábara, Zamora
El llamado "Beato Morgan" es un Beato de Liébana que se escribió en el monasterio de San Salvador de Tábara, ZamoraLa RazónLa Razón

Los manuscritos medievales han ejercido una poderosa atracción sobre el imaginario popular. Siempre permanecieron envueltos en una bruma de misterio como si fueran transmisores de secretos remotos o conocimientos olvidados. Una idea que ha sugestionado a muchos, sugerido multitud de historias e inspirado novelas de diverso acierto y calidad. Pero su herencia es más rica y abundante. La importancia de estos volúmenes no recae solo en los textos que transmiten sino en la historia que arrastran consigo. Christopher Hamel, uno de los mayores expertos del mundo en ello, bibliotecario emérito de la Biblioteca Parker del Corpus Christi Colledge de Cambridge, examina doce de los códices más importantes en el volumen «Grandes manuscritos medievales» (Ático de los libros), unas páginas ilustradas con 200 imágenes que suponen un recorrido por las bibliotecas más relevantes de Occidente.

Un viaje, que va desde Nueva York a San Petersburgo, y que pone al lector en contacto con reyes, ladrones, escribas, copistas, monjes tabernarios, vagabundos, multimillonarios, coleccionistas y compositores asociados al Tercer Reich. Pero esta selección de códices, de las que se explican sus orígenes y vicisitudes, también es un repaso a las sensibilidades, inquietudes, creencias y temores de su época. Una idea patente en el «Beato Morgan», de mediados del siglo X, que se conserva en la Gran Manzana. Una pieza de importancia extraordinaria que se escribió en el monasterio de San Salvador de Tábara, Zamora. Pertenece a los llamados «Beatos de Liébana» (que Eco popularizó en «El nombre de la rosa», donde se cita). Cada copia recogían el comentario al «Apocalipsis» de un monje español del siglo VIII: Beato de Liébana. Fue una especie de «best seller» de la Edad Media. Su divulgación sería extraordinaria a partir del siglo X, con la cercanía del año 1000, una fecha con el mismo aura de infortunio que rodeó la llegada de 2000. Entonces resultaba más grave porque consideraban que era el fin del mundo.

Creyentes y vividores

Hamel describe el temor de esa sociedad tremendamente creyente y explica cómo estas páginas supusieron un llamamiento a la contrición y al despertar de la fe. Pero para él también es relevante por otros motivos: es el ejemplar más antiguo de este texto que se conversa con el ciclo original de ilustraciones. Y, además, cuenta con una característica insólita: contiene la firma del maestro miniaturista, Maius, que en estas páginas admite que su intención es crear pavor entre los creyentes con sus imágenes y afirma que fue el hombre que diseñó estos dibujos (que tanto se popularizaron después). Es, con toda probabilidad, la primera reivindicación de una autoría artística que existe en Europa. El «Beato Morgan» fue redescubierto por Guglielmo Libri. Un vividor y hombre de múltiples caras. Resultó un adelanto de la paleografía, un erudito y un talento sensible hacia los escritos del pasado; pero también alguien desaprensivo que robaba documentos de otras colecciones, rehacía los libros, los manipulaba, falsificaba inscripciones y desmembraba volúmenes para su beneficio.

Esta obra no es la única de origen español que Hamel recupera. También incide en el devenir de una obra de incalculable valor: Las «Horas de Juana de Navarra», de mediados del siglo XIV. Una obra litúrgica apreciadísima que formó parte de la colección de arte personal del dirigente nazi Hermann Göring. Al final de la Segunda Guerra Mundial, las tropas norteamericanas y francesas entraron en Berghof, la residencia privada de Hitler. En sus inmediaciones, y después de un tiroteo, detuvieron un tren. Los aliados descubrieron en su interior un alijo imprevisto: los vagones estaban cargados con pinturas, esculturas y joyas. Un oficial tropezó con una caja oblonga que contenía un manuscrito. Como los soldados consideraban una costumbre bélica llevarse a casa algo del botín de guerra, no lo dudó y se lo llevó consigo. Tiempo después lo donó a la abadía de Boquen, en Bretaña, y el abad, al intentar sufragar las obras para reformar el techo del monasterio, lo puso a la venta. De esta manera salió a la luz pública en Francia. Las «Horas de Juana de Navarra» (que contiene un detalle excepcional: retratos de la propia reina, su propietaria) pertenecía a la exquisita biblioteca de libros antiguos de Edmond de Rothschild. Pero en abril de 1940 fue saqueada por los nazis y los ejemplares más valiosos fueron enviados a Göring. La sorpresa saltó más tarde, cuando unos documentos reconocían que el gobierno alemán había compensado a los herederos. El debate sobre su pertenencia y si debía viajar a Berlín o quedarse en la Biblioteca Nacional de Francia tensó las relaciones diplomáticas entre los dos países. Pero la disputa quedó zanjada cuando se declaró en Francia bien cultural inexportable. Desde entonces se conserva allí.

Libro de Kells
Libro de KellsDigital Resources & Imaging ServLa Razón

Hamel también recoge en sus páginas la historia del «Codex Amiatinus», del 700, que conserva la versión más antigua de la «Vulgata», la traducción latina de la Biblia que realizó San Jerónimo en el siglo IV, pero también del «Aratea de Leiden», de principios del siglo IX, que hay que relacionarlo con el Renacimiento carolingio de finales del VIII y principios IX, y que supone uno de los primeros intentos de recuperar la cultura, en este caso, la ciencia de Grecia y Roma. No falta el «Libro de Kells», de finales del VIII, que se exhibe en Dublín y es la atracción de la biblioteca del Trinity College. Está considerado un icono en el país, como demuestra las miles de reproducciones de sus páginas que se encuentran en Irlanda. Su particularidad reside en la manera de articular la iconografía cristiana con la tradición celta. Al reconciliar la fe de la cruz con el paganismo, surgió un imaginario artístico espectacular.

¿Una exaltación nazi?

Pero entre los manuscritos que menciona llaman la atención unas páginas extrañas, lo que parece de antemano un devocionario, con sus salmos y liturgia, pero que examinado con atención provoca sorpresa y luego estupefacción. Apareció en el siglo XIX en el monasterio de Benediktbeuern, Alta Baviera, cuando, debido a las leyes napoleónicas, cerró sus puertas en 1803. El barón Johann Christoph von Aretin quedó atrapado por el magnetismo de sus imágenes y su rareza. Cuando fue nombrado director de la Biblioteca Estatal de Múnich, donde todavía hoy permanece, lo depositó en su archivo. A partir de entonces formará parte de sus fondos. Su fama corrió pronto y, de hecho, fue hasta consultado por uno de los Grimm, Jacob, a quien se debe una de las primeras ediciones. Pero, ¿qué contenía? Justo lo que menos imaginaba encontrar un historiador en una obra del medievo. Cualquier estudioso espera una crónica real, la descripción de una batalla, un libro de carácter religioso, filosófico o, en el menor de los casos, científico. Pero lo que había allí era «lascivia cantinela». De esta manera tan fortuita asomaba en una obra la voz más jocosa del pueblo. Allí estaban los «Carmina Burana», las canciones que los clérigos vagabundos y estudiantes cantaban en las tabernas. Eran poemas en latín y otras lenguas que exaltaban el amor carnal, las mujeres, la primavera, la bebida, el dinero, el juego, y que tenían como diosa a la fortuna y su rueda, que, como dicen sus versos, hoy hace gobernar a un rey y al día siguiente lo precipita y lo deja arruinado en la pobreza.

Libro que contiene los poemas de "Carmina Burana"
Libro que contiene los poemas de "Carmina Burana"Bayerische Staatsbibliothek M¸nLa Razón

Salía a la luz una Edad Media desconocida. Estos 254 poemas, que emplean una lengua vulgar e irreverente, junto a los textos dramáticos que contiene (principalmente del siglo XI y XII), atrajo en los años 30 a un joven compositor: Carl Orff. Compró una reproducción en 1904 de los poemas y enseguida quedó fascinado por el primero, el que comienza por «Oh Fortuna». Ayudado por un archivero amigo, estudió el texto, indagó sobre el significado de «Burana» y firmó una partitura polémica que siempre ha disfrutado del apoyo del público. «Carmina Burana» se estrenó el 8 de junio de 1937 en Frankfurt. Los nazis ya llevaban en el poder desde 1933 y la posición política del compositor jamás quedó clara (tampoco ayudó él a despejarla). Joseph Goebbels, después de asistir a una representación, escribió en su diarios «Despliega una belleza exquisita, y, si pudiéramos convencerlo para que cambiara la letra, su música sería sin duda prometedora. Mandaré que venga para reunirme con él en cuanto sea posible». Las dudas sobre si esta partitura era una pieza de propaganda nazi o no siempre ha quedado suspendida en el aire. La crítica norteamericana siempre se quejó de su exceso de ritmo.

UN ANTIGUO RETRATO
Entre los doce códices que Christopher de Hamel recoge en su libro sobresalen otros dos por su repercusión en la cultura. El primero es conocido por el nombre de «Hugo Pictor» y está datado a finales del siglo XI. Sus páginas guardan un secreto importante. Aparece el nombre del autor, pero junto a su retrato, que se puede ver al principio, lo que es insólito. En este «selfie» se dibuja como un monje sentado delante de su atril, embargado en sus tareas como copista. Es, con toda seguridad, el primer retrato en la historia del arte inglés. Otro manuscrito, menos conocido, pero también de vital importancia, es «Chaucer de Hengwrt», de aproximadamente el año 1400. La particularidad de esta obra es que se trata de la fuente principal que usan las versiones actuales de «Los cuentos de Canterbury», de Chaucer, que escribió entre 1387 y 1400 y que para Inglaterra es uno de los libros más importantes de la Edad Media. Alrededor de él existe todavía un debate sobre quién fue el escriba. Hay especialistas que sostienen que su autoría tiene un nombre: Adam Pinkhurst, el Adam que Chaucer cita en su libro.