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Especiales

Museo del Prado

Los fantasmas del Prado

La pinacoteca lleva dos meses cerrada, sin público.Solo vivió algo así durante la Guerra Civil. Mañana se celebra el Día Internacional de los Museos y éste, y muchos más, lo harán a golpe de web. Caminamos por sus salas mientras resuenan los ecos de las pisadas. La vida en el interior continúa

Los cuadros del Museo del Prado también necesitan un golpe de plumero, como este de Murillo
Los cuadros del Museo del Prado también necesitan un golpe de plumero, como este de MurilloLuis DíazLa Razón

A España sabemos que le va mal cuando el Museo del Prado cierra.Si su colección es la glosa pictórica de lo que somos (y hemos sido), sus puertas son la metáfora de su presente. Esta pandemia (no citemos de qué, no se lo merece) ha metido al país en un retiro domiciliario y ha clausurado estas salas que son como el lienzo de su carácter. El español no está en la calle, que es su naturaleza, y su pinacoteca, chapada, que tampoco es lo corriente. Manuel Azaña ya lo expresó desde esa frontera que le encaminaba al dolor del exilio y el ocaso de su utopía: «El Museo del Prado es más importante para España que la República y la Monarquía juntas». La sentencia rueda como una máxima para drapear el discurso desde aquel momento en que unos trataban de ganar un conflicto y otros, con todo ya perdido, república, bandera y ejército, intentaban salvar nuestro arte. El tiempo ha dado la razón a los segundos, entre otras cosas, porque la propia historia ha demostrado que las contiendas se repiten, con sus idénticas tragedias a través de los siglos, mientras que un cuadro es único.

El Prado suma una aritmética de cincuenta jornadas sin abrir al público, que es como una eternidad comprimida. Precisamente, desde ese duelo de garrotes que resultó la Guerra Civil, jamás había permanecido tanto calendario alejado de ese pulso vital que suponen las visitas. El edificio de Villanueva ahora es una adición continúa de soledades, las que arrojan las salas y las galerías desprovistas de las conversatas y el músculo verbal, empedrado de aciertos y barbaridades, que genera el público. Pero sin esta mirada del otro lo que nos queda es una tristeza muy bien ataviada y bella, pero carente de sentido, como un joyón guardado en un banco suizo, lo que revela que el sentido profundo del arte es ser visto.

El arte del plumero

Sin este paisaje humano lo que asoma es un laberinto de perspectivas, todo un vértigo de linealidades, que complacerían mucho a los Escher y Piranesi, que eran unos fanáticos de las arquitecturas de lo imposible. Un juego de espacios superpuestos que antes se perdía en medio del tumulto de la gente y quedaba desatendido por la fascinación que siempre ejerce la tabla o el óleo oportuno, pero que ahora repica ecos de voces apartadas, pisadas aisladas y rechinar de zapatos que llegan de vez en cuando de no se sabe dónde, lo que aporta una dimensión espectral, muy en plan literatura gótica, pero sin nada de ese terror de atmósfera.

Subida a la escalera, porque aquí se curra aunque hayan bajado la persiana de cierre, una empleada de la pinacoteca limpia un Murillo y se cae en la cuenta de que los cuadros tienen algo del jarrón heredado de la abuela: también hay que retirarles el polvo de vez en cuando.

–¿Y con qué lo hace? ¿Con esto? ¿Un plumero?

–Así es.

–Pensaba en algo más sofisticado, la verdad.

–Para nada.

–Pero será especial, digo yo.

–Está hecho de plumas de avestruz. ¿Lo ve?

Lo que se ve es un plumero muy bien nutrido y lustroso que daría para hacer unas cuantas boas.

–Desconocía que existieran.

–La mayoría de los museos emplean los de plumas artificiales, sobre todo porque son más baratos y fáciles de adquirir, pero aquí preferimos éstos, que son mucho mejores. Lo que pasa es que cada vez cuesta más encontrarlos.

–¿Por las avestruces?

–¡No! Porque son caros y cada vez se usan más los otros.

–Entiendo.

–Lo importante de limpiar un cuadro es que hay que pasar sobre todo las puntas.

–¿Y nada más?

–Paciencia.

–Pues de eso, me temo, siempre he ido justo...

El arte en palacio es sagrado, pero en un museo es laico, y lo que tenemos en el Prado son docenas de vírgenes y santos desacralizados, como esas iglesias en ruinas de las provincias, que venían de colecciones reales y que nos interpelan desde las paredes por su belleza pictórica, que es lo primordial, más que por el lado devoto, que va quedando atrás, como si los siglos fueran liberando a la pintura de significados, despojándolas de credos, para reducirlo todo a una estética, al estilo del pintor, que es lo que cuenta, y su mano definidora o no. En claro y justo contrapunto de lo divino, en el muro de enfrente, pero en un muro metafórico, no real, está esa abundancia de mitología hecha por los Tiziano y los Rubens, que más que una evocación de la cultura clásica es una cornucopia de voluptuosidades varias, una loa enmascarada de cultismo para así retratar desnudos para reyes pasmados y hablar de las distintas lujurias y mundanidades que recorren el alma, y que, alguien sabrá explicar por qué, suelen perdurar con mayor actualidad y en mejor forma, que los mensajes impregnados de moralina y teocracia.

Dignidad de mendigo

En el trayecto se repara en la mirada importada y oblonga de El Greco, con esos colores «tridimensionalizados» de los ropajes que son como un anticipo de la abstracción que sobrevendría centurias más adelante y que acabaría «bidemensionándolos»; o en José Ribera, que iba enviando desde Nápoles una pintura glosada de españolismo, repleta de filósofos y pobres, de devotos pintados como mendigos y de mendigos investidos de dignidad celestial, que a uno le gustaría pensar que sería muy profana y escandalosa en la época, aunque se sabe que ya no fue así y que, de hecho, estaba muy solicitada desde aquel moderno que fue Caravaggio.

El vagabundeo conduce por los paisajes inexistentes de Patinir o de Brueghel, que son unas fantasmagorías muy fértiles de imaginación, pero también moralizantes y concebidas para hablar de preocupaciones muy terrenales y humanas, aunque ahora nos atraigan otras aristas de su obra, o por una larga exposición de señores muertos que nos suenan a leyenda remota y distante, y que nos habla de emperadores, reinas, infantas, nobles, conde duques, secretarios, imperios de ultramar, monarcas a caballo (como si fuera el jamelgo lo que les diera la gravedad de su realeza y no el patrimonio de la corona), victorias ominosas, derrotas gloriosas y dioses vencidos. Y, también, por esa fila de bufones de Velázquez, que son el lado humano y humanístico a tanto palio y que parecen contemplarnos, a lo mejor lo hacen, el paseo sonámbulo y sordo, con esa mirada encenagada a la vez de alegría y dura amargura.

–Llevo aquí veinte años.

–¿Y le ha dejado alguna anécdota esta cuarentena?

–Me asomé un día por una ventana, porque tuvimos que abrirla, y unos niños me señalaron y empezaron a señalarnos a sus padres.

–¿Tanto los asustó?

–No, para nada.

–¿Entonces?

–Como estaba cerrado, pensaban que estaba robando.

–¿De verdad?

–Les tuve que tranquilizar y explicar que trabajaba aquí.

El espejo de Goya

Este confinamiento ha obligado a improvisar la ruta museística a través de la pantalla del ordenata y se han montado unos itinerarios «online», para que nadie se olvide de quién es Tintoretto, Guido Reni o el Veronés, que es justamente lo que se encuentra en la planta superior, al salir de unas escaleras fatigosas y muy escurialenses. Un trabajador armado con una cámara va dando explicaciones y enseñando al internauta la colección para que durante este enclaustramiento a nadie se le vaya cayendo la cultura con el paso de los días y no salga después deshojado de conocimientos.

Pero donde uno se topa con el espejo de su tiempo es en Goya, como siempre, por eso que llaman lucidez anticipatoria y que en el fondo es solo destreza para extraere el retrato psicológico que hay detrás de la estampa callejera o la escena campestre. Esa cripta que son las pinturas negras, con ese perro (que no se sabe si está terminado o no, pero que queda muy completo de sugerencias tal como está) siempre se ha querido ver un reflejo de lo que somos, quizá porque los hombres tampoco han cambiado tanto a pesar de tanta tecnología Steve Jobs. Pero hoy, entre ellas, despunta una obra por su temblorosa actualidad, por las fechas, porque es donde nos encontramos, y por el contexto que nos arropa. Es esa «Romería de San Isidro» con su procesión de figurones apiñados, que se antoja una advertencia contra los riesgos que tiene dejarse arrastrar por la masa. Esas jetas sombrías dentro de su júbilo recuerdan mucho a la inconsciencia y traen a la cabeza la estampa electrificante de aquellos que se conducen con temeridad y sin reflexión por esta pandemia. Esos que saltándose las recomendaciones sanitarias y también las cabales, deciden marchar por libre y buscar la diversión por ahora aplazada porque sobre ellos no manda nadie y sus derechos prevalecen por encima de los del resto.

El de Fuendetodos siempre fue muy portentoso y fino en atrapar con las redes de su pincel las podredumbres que enraízan en el espíritu. Sobre todo, esa vocación natural de los hombres por avanzar hacia la misma sima. Y eso produce, más que silencio, un hondo enmudecimiento.

Apertura conjunta a principios de junio
Los tres grandes museos de Madrid se preparan para abrir sus puertas al mismo tiempo. Todo apunta a que, sin las fases se van cumpliendo en la capital, lo harán en los primeros días del mes de junio el Prado, el Museo Reina Sofía y el Thyssen-Bornemisza, ahora inmersos en dotar de medidas adecuadas a sus respectivos centros de arte, de acuerdo con las medidas sanitarias.