“Blanco en blanco”: ¿Puede haber belleza en un genocidio?
Tras su exitoso paso por la 76 edición de la Mostra de Venecia, el segundo largometraje del director de origen chileno Théo Court aterriza por fin en las salas españolas
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En las fotografías de Julio Popper, la muerte es un elemento compositivo más. Convive con el árbol, con la tierra, con las hojas, con el cielo, pero también con la sádica y despiadada complicidad de quienes la han provocado. Cuando concluyó la campaña militar llevada a cabo por la República Argentina a finales del siglo XIX gracias a la cual se conquistaron numerosos territorios que se encontraban en poder de los pueblos originarios, Tierra del Fuego, un inconmensurable y atrayente archipiélago que cabecea entre la zona del estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos se convirtió de inmediato en el siguiente objetivo de expolio y aniquilación. Popper, imbuido por la fiebre del oro, señalado por un excesivo espíritu aventurero y condicionado por el devenir de los tiempos, llegó a convertirse en uno de los artífices más destacados en el exterminio de la población selknam, una tribu amerindia que vivía allí desde hacía varios siglos. El ingeniero de origen rumano no solo participaba en las cacerías de colonos que se llevaban a cabo con intensidad (llegaron a encontrarse hasta 28 balazos en el cuerpo de un joven selkman), sino que además las fotografiaba con pretensiones documentales para congelar el último aliento de todos estos hombres y mujeres que fueron asesinados.
Cómo escenificar la muerte
Cuando el director Théo Court, culpable directo de la densa y sorprendente cinta “Blanco en blanco”, conoció las instantáneas del explorador, quedó absolutamente sorprendido: “No solamente se dedicó a matar indios, sino que además hizo una serie de instantáneas para dejar constancia de ello. En estas imágenes, Popper se autorepresentaba con los cuerpos de los cadáveres. Me gustó la vanidad y la exploración del propio gesto”, comenta el cineasta. “Las cámaras que había en ese momento no te permitían hacer fotografías instantáneas, por lo que se convertían en escenificaciones a posteriori de la propia matanza. Ese símil temporal con el propio cine de mostrar las cosas después de que ocurran me interesó de inmediato”, añade. La película de Court se sirve, pues, de los parajes inhóspitos de Tierra del Fuego y de ese episodio concreto de la historia del continente americano para contar un relato enrarecido por la personalidad desdibujada de su protagonista y cuyas bases beben de las fuentes del clásico western de malos contra buenos, pero también de la introspección alargada de un cine de autor.
Alfredo Castro (”Toni Manero” y “El Club”) da vida a Pedro, un artista introvertido de gesto desasosegante al que un latifundista conocido como Mr. Porter le encarga fotografiar su matrimonio con una niña. Tras su llegada al abrumador paisaje y a medida que transcurre la cinta, la atmósfera heladora se va introduciendo de manera progresiva en la historia y la intención técnica y moral de Pedro a la hora de fotografiar a la joven se va tornando cada vez más confusa. Los trabajadores que comparten espacio con el fotógrafo, en su mayoría cazarrecompensas, buscadores de oro o estancieros, se encuentran supeditados a la figura siempre presente en términos argumentales, pero a la que nunca se le ve su rostro, de Mr. Porter. Pedro acaba pasando mucho tiempo en la finca y no tarda en parecerse a ellos, observando el horror perpetrado desde la comodidad y la distancia de su objetivo. El pretexto de la captación de belleza se impone a la capacidad de denuncia de un hecho atroz.
La mirada viciada del “voyeur”
El realizador confiesa que para la confección del vínculo que se establece entre el fotógrafo y la niña, pieza clave del que es su segundo largometraje, se inspiró en unas imágenes del escritor de “Alicia en el país de las maravillas”, Lewis Carroll: “Existen fotografías del escritor, con niñas, ambiguamente sexuales. Sobre todo, con Alexandra, una joven a la que encontró en la calle. Luego tiene algunas completamente sexuales. Cuando las descubrí me llamó la atención ese paralelismo entre la perversión y la intención de captar la última belleza inocente de una menor. ¿Cómo un aparato puede captar tanto la muerte como la belleza? Es maravilloso”.
El elemento ético interviene, en palabras del propio Court, en el momento en el que el espectador decide ponerlo en marcha para observar según qué situaciones: “Hay algunas escenas en las que el espectador impone su moral sobre el hecho. La perversión yo creo que está más en la mirada que en la propia acción. Ahí es donde se construye en realidad la tensión”. Algo similar ocurre con los cuerpos desnudos de los indios tendidos en el suelo: “La propia muerte, al ser un estado que desconocemos por completo, es algo que no se puede filmar. No me puedo acercar a la muerte, no puedo pretender ni siquiera mirarla a los ojos, cuando no sé lo que es. La posibilidad de que absolutamente todo sea fotografiable me sigue generando muchas contradicciones. Hay que saber hasta dónde acercarse”.