Martillo de herejes en una guerra sin fin
Un jovencísimo cardenal infante don Fernando, hermano de Felipe IV, se alzará como una de las rutilantes estrellas de la Monarquía Hispánica tras derrotar a los invencibles suecos en Nördlingen
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A lo largo de estas seis semanas estivales hemos tratado de dar visibilidad a un hobby tan desconocido como incomprendido, como es el miniaturismo y el «wargame», y poner de relevancia su estrecha vinculación con la historia y su idoneidad como vehículo de divulgación de la misma. ¿Qué mejor manera para entender la idiosincrasia, la épica y la crueldad de una batalla de cualquier época que recreándola/jugándola con fichas o miniaturas? ¿Qué mejor forma de comprender las tácticas, las posibilidades de la tecnología de cada momento, la descomposición de la moral de la tropa o el funcionamiento de la cadena de mando y de la vital transmisión de órdenes en épocas previas a las telecomunicaciones que llevándolo a la práctica de un modo lúdico e incruento? De esto tratan los «wargames», de recrear la historia de los conflictos de forma más realista a partir de un modelo de representación de la misma.
Y como no podía ser de otra manera, dedicamos esta pieza final a uno de los periodos de la historia de España que goza de mayor popularidad, pero también más tergiversados, el de los tercios. Y lo hacemos poniendo el foco sobre un personaje trágico, cuya temprana muerte no lograría apagar su rutilante, aunque breve, carrera al servicio de la Monarquía Hispánica. Hablamos del cardenal infante don Fernando, a quien la marca española a 1898 Miniaturas, dentro de su gama de Tercios españoles, dedica una figura inspirada en el célebre retrato ecuestre de Rubens.
El cardenal infante
Destinado desde la infancia a la carrera eclesiástica, el cardenal infante Fernando parecía que se convertiría en uno de aquellos príncipes o archiduques austriacos de pálida tez que pasaron su vida en un palacio barroco rodeados de bufones, enanos y obras de arte. Y lo fue, aunque solo durante los meses de invierno, pues el azar lo convirtió en el general más destacado de la Monarquía en 1632, con 23 años. Su hermano Felipe IV y el conde-duque de Olivares decidieron enviarlo a Flandes como gobernador para atajar una grave crisis política y militar que había comenzado en 1628 con la partida de Ambrosio Spínola y que, tras la muerte de la archiduquesa Isabel –tía abuela de Fernando– en 1631, amenazaba con disolver el poder español en la región.
Al igual que el duque de Alba en 1567, Fernando tomó el mando en Milán de un ejército de élite y atravesó los Alpes camino de los Países Bajos. Su viaje se vio jalonado por una de las mayores victorias de la Monarquía Hispánica en la contienda que subsumía Europa, la Guerra de los Treinta Años. En aquel momento, la posición de los Austrias en el continente pendía de un hilo. A pesar de la muerte de Gustavo II Adolfo de Suecia, cuyo corazón –más grande de lo normal– reposaba entonces en una caja en manos de su viuda, el dinero francés había permitido al avezado canciller Oxenstierna, el Richelieu sueco, mantener en pie la liga protestante contra el emperador Fernando II. Por si fuera poco, la traición de un enloquecido Wallenstein, generalísimo imperial, había mermado el esfuerzo bélico austriaco. En aquella tesitura, los tercios españoles e italianos fueron el necesario revulsivo.
Victoria católica
Camino de Flandes por los archiducados austriacos, Fernando recibió una petición de auxilio desesperada de su primo el rey de Hungría, hijo del emperador y llamado también Fernando, para que uniese su ejército a las tropas imperiales y lo ayudase a socorrer la ciudad de Nördlingen, en Baviera, sitiada por las fuerzas suecas del mariscal Horn y sus aliados alemanes al mando del mercenario Bernardo de Sajonia-Weimar. El encuentro entre los dos Fernandos, inmortalizado por Rubens, allanó el camino a la victoria católica: los dos príncipes tenían edades y gustos parecidos, y actuaron con una sintonía que trasladaron a sus ejércitos. En las colinas vecinas a Nördlingen, los protestantes se estrellaron contra la muralla de los tercios. El de Martín de Idiázquez, que llevó el peso de la lucha, rechazó diecisiete asaltos en la colina de Albuch y desbarató las temidas tácticas suecas con argucias como esquivar las mortíferas salvas de mosquetería de los nórdicos echándose los hombres al suelo.
La destrucción de las fuerzas protestantes llevó la paz al Imperio, aunque efímera, y permitió al infante entrar victorioso en Bruselas. En el palacio real de Coudenberg se rodeó de una corte espléndida que restituyó el esplendor de los días de los archiduques, y eso que don Fernando solo pasó allí los meses invernales, pues la guerra contra los rebeldes holandeses, y contra Francia a partir de 1635, le obligó a pasar en campaña la mayor parte del tiempo. En el otoño de 1641, mientras asediaba Aire-sur-la-Lys, cayó enfermo de gravedad y falleció con 32 años. Su bufón Estebanillo escribió: «Al fin, quiso el Cielo llevarse lo que era suyo, dejando a estos Estados sin un príncipe que los gobernase, a España sin Infante que la socorriese y a los soldados sin padre que los amparase».
Para saber más
Jordi Bru y Àlex Claramunt
Desperta Ferro Ediciones
144 pp.
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