El disparo que acabó con la vida de Alfonso de Borbón
En 1956, una bala accidental disparada por Don Juan Carlos acabó con la vida de su hermano Alfonso
Creada:
Última actualización:
En 1996 me propuse investigar un hecho sobre el que, a mi juicio, y al de otros expertos en la dinastía de los Borbones como Rafael Borràs o Juan Balansó, persistían aún demasiadas sombras. Enseguida reparé en que alrededor de aquel desgraciado suceso se había desplegado un interesado manto de silencio. Desde la propia Secretaría de los condes de Barcelona incluso, que tergiversó los hechos en un comunicado oficial donde se afirmaba que la pistola la manejaba el infante Alfonso, cuando en realidad la empuñaba Juan Carlos. Sobre aquel suceso habían circulado versiones contradictorias, bien porque procedían de medios monárquicos o porque, al contrario, habían sido manipuladas por conspicuos republicanos.
Tampoco pretendía que alguien pudiera tildarme de republicano por el hecho de abordar un tema que durante tantos años se había considerado «políticamente incorrecto». Por eso decidí devorar todo lo que se había escrito sobre el asunto, recorriendo también archivos y bibliotecas particulares para contrastar luego ese material con personas que habían tratado a Don Juan y a sus dos hijos varones.
Un regalo de Franco
Fue así como entré en contacto con Torcuato Luca de Tena, Laureano López Rodó, Iñigo Cavero, Jaime Miralles y Gonzalo Fernández de la Mora, quienes, desgraciadamente, han ido fallecido en estos últimos años. Sus comentarios, como los de Antonio Fontán y Fernando Álvarez de Miranda, me fueron de enorme utilidad para aproximarme a la verdad. Villa Giralda, en Estoril, a orillas del Atlántico, era la residencia de los condes de Barcelona el 29 de marzo, Jueves Santo, de 1956, cuando sucedió la gran tragedia. En aquel chalet «petit-bourgeois», sin pretensiones palaciegas, vivían su exilio Don Juan de Borbón y Battenberg y su esposa, María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, con sus hijos Pilar, Juanito, Margarita y Alfonsito.
Nada hacía presagiar lo que iba a ocurrir aquella aciaga jornada, pero sucedió... Días después, el semanario italiano «Settimo Giorno» publicaba una sobrecogedora versión de aquella pesadilla real. La crónica de su corresponsal en Lisboa, Ezio Saini, vio la luz el 17 de abril. Años más tarde, la periodista francesa Françoise Laot reproducía el preludio de la tragedia en su libro «Juan Carlos y Sofía»: «La pistola era un regalo del general Franco; estaba siempre guardada con llave en un secreter; Juanito y Alfonsito no dejaban de pedir que se la dejaran: les encantaba disparar. Pocos días antes, Alfonsito había comprado balas a un armero de Lisboa para tirar al blanco con Víctor Manuel de Italia, su vecino y compañero de juegos. Pero los proyectiles eran demasiado largos, demasiado duros para el arma y una bala quedó atascada en el cargador. Juanito y Alfonsito quisieron sacarla en el sótano de La Giralda, cuando intervino el conde de Barcelona. Les prohibió tocarla. La pistola volvió al secreter que el propio conde de Barcelona cerró y cuya llave guardó en el bolsillo. Por la tarde estaban enfurruñados...».
Enseguida advertí una contradicción en el relato del corresponsal italiano. El accidente tuvo lugar en realidad por la mañana, después de misa, y no por la tarde. El entonces Defensor del Pueblo, Fernando Álvarez de Miranda, que asistió al sepelio del infante, me lo reveló: «Yo creo que el accidente fue al final de la mañana, después de misa, en un momento en que se quedaron ellos solos jugando...». «Los niños –proseguía Laot– suplicaron a su madre y le prometieron que no cometerían ninguna imprudencia. Ella acabó por ceder, fue a buscar la llave a la chaqueta de su marido...». Y poco después sonó un disparo, seguido de un desconcertante silencio. Laot reproducía el desenlace fatal: «Juan Carlos manipuló el arma y se disparó. Juanito sufrió el aprendizaje de la mayor de las desgracias, la de saberse culpable. Culpable en primer lugar de haber desobedecido a su padre».
La condesa de Barcelona se quedó sin respiración al oír los gritos de Juanito. «¡No, tengo que decírselo yo!», espetaba el infante a la señorita de compañía. Don Juan salió como un relámpago del despacho y corrió escaleras arriba, hacia el tétrico escenario. Allí descubrió a su hijo Alfonso, de casi quince años, desplomado en el suelo con un disparo en la frente. Su primogénito Juan Carlos, de dieciocho, estaba unos segundos antes con él. Desolado, el conde de Barcelona intentó como pudo detener la hemorragia. Taponó con sus dedos los orificios de entrada y salida por donde manaba la sangre a borbotones. Pero su hijo murió irremediablemente en sus brazos. El médico de la Familia Real, José Loureiro, certificó la muerte instantánea.
La pistola, al mar
Don Juan se desmoronó. El recio hombre de mar perdió en unos segundos el rumbo de la Historia. La maldición se había cebado con su hijo pequeño mientras jugaba con su hermano mayor, que disfrutaba de un permiso en la Academia Militar de Zaragoza. Y sin pronunciar una sola palabra, el conde de Barcelona subió a su lujoso Bentley negro y se alejó a gran velocidad por las angostas carreteras de Estoril. En el salpicadero había una fotografía de sus cuatro hijos que colocó su esposa, advirtiéndole: «Para que nunca olvides que no tienes derecho a arriesgar tu vida...». Don Juan llegó hasta el mar y arrojó allí el arma. «Yo hubiese hecho una cosa parecida», me dijo Torcuato Luca de Tena, consejero de Don Juan, intentando ponerse en un aprieto semejante. «Un arrebato de ira, de cólera. Con este maldito juguete que le ha regalado un imbécil de tal...».