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Luis Mateo Díez:

El novelista, creador del reino de Celama, recibe el Premio Nacional de las Letras por un lenguaje «poético» cargado de «riqueza»
Servicio Ilustrado (Automático)EUROPA PRESS
La Razón

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«Una cosa es querer vivir y, otra, saber hacerlo», solía sostener Luis Mateo Díez alguna vez durante las entrevistas y, a la vista de su trayectoria, no cabe duda de que él ha sido uno de los privilegiados que ha sabido hacerlo. Luis Mateo Díez, el escritor tranquilo, novelista de imaginarios, el narrador de perfil con gafas y perilla, serio de aspecto, afable y sonriente en el trato, académico de la Real Academia Española, ha ganado el Premio Nacional de las Letras cuando tiene en las librerías su último título, «Los ancianos siderales» (Galaxia Gutenberg).
El jurado de este galardón ha determinado concederle este reconocimiento porque sus libros son claros «herederos de una cultura oral en la que nace y de la que registra su progresiva desaparición. A ello se suman una técnica y un lenguaje poético de extraordinaria riqueza y una preocupación constante por la dimensión moral del ser humano». El escritor, que se dio a conocer a principios de los años setenta con un libro de cuentos, «Memorial de hierbas», y que se adentró en la novelística con «las estaciones provinciales», es sobre todo conocido por la creación del mítico reino de Celama, compuesta por «El espíritu del páramo», «La ruina del cielo» y «El oscurecer». Una trilogía que enganchó al público y que alabó la crítica,pero paradójica, porque, por un lado asomaba un escritor impregnado por el realismo tradicional de Castilla, dotado con un portentoso talento para aprehender la lengua popular y sus giros, y una mirada original sobre el mundo rural. Pero, por otro lado, se revelaba como un autor impregnado por esa tradición literaria que invita a crear territorios inexistentes y poblarlos con aldeas, ciudades y gentes, que es un asunto que evoca a Faulkner y otros.
Luis Mateo Díez, con una amplia obra a sus espaldas, admitió ayer a Ep cierto desencanto por una sociedad «tocada del ala» y aseguraba que «la desgracia universal se compagina entre determinados mandatarios que administran la política de bajo calado y a la vez en lo cotidiano: nos ha caído una epidemia impensable, que ha demostrado nuestra extrema fragilidad y lo poca cosa que somos». Luis Mateo Díez, un portentoso fabulador y un lector de las inquietudes que pesan sobre el alma de las personas, reconoció que «tengo muertos cercanos, no soy de los que ‘puede esconder esto porque ha sido terrible. Pienso que lo he sobrellevado como buenamente he podido, con sucesos trágicos, mucha disciplina y sentido del comportamiento». Pero también tuvo una reflexión sobe uno de los temas cotidianos de sus libros, el campo: «El futuro de la ‘’España vacía'’ es una España sin destino. Lo que está vacío es mucho más duro de lo que pensamos y decimos y creo que hay un destino de esta España hacia el olvido absoluto», comenta el escritor que, reconoce que su tiempo no es el de las redes sociales y que, deja la impresión que, aunque agradece los reconocimientos, nada va a perturbar su cotidianeidad ni su cita con la escritura.

Entre Macondo y Yoknapatawpha

Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), ahora galardonado con el Premio Nacional de las Letras Españolas, publicaba en los pasados años ochenta dos innovadoras novelas que vendrían a contrastar con el testimonialismo realista de la época; «Las estaciones provinciales» (1982) y «La fuente de la Edad» (1986) se integraban así, sin alejarse de la verosimilitud expresiva, en la tradición de lo fantástico legendario que entroncaba con la literatura de Valle-Inclán, Gonzalo Torrente Ballester o Álvaro Cunqueiro.
A partir de aquí, una nutrida obra narrativa irá abundando, con reconocida excelencia, en un imaginario ficticio poblado por extravagantes seres de acendrada sabiduría popular, jocosas situaciones de ancestral anecdótica, atmósferas de una mágica ruralidad galaico-leonesa, expresión todo ello de la ficticia geografía del ensoñado reino de Celama. Al igual que el Macondo de García Márquez o el faulkneriano condado de Yoknapatawpha, hallamos aquí un espacio mítico y autónomo, que alienta al impulso de quijotescos encantamientos y valleinclanescas mixtificaciones. Novelas como «Las horas completas», «La ruina del cielo», «Fantasmas del invierno» o «Pájaro sin vuelo», entre otras y sin olvidar su maestría en la narrativa breve, jalonan la sólida trayectoria de un escritor de raza, para quien vida y escritura resultan inseparables. Fantasmagóricos ambientes y quiméricas consejas no alejan al lector de una ambigua percepción de la realidad; un juego mental que el propio autor ha especificado de este modo: «Lo verosímil es lo que hace que lo imaginario sea verdadero, lo que podría llevarme a afirmar con alguna exageración que sólo lo fiable es fiel, que la fidelidad de la fábula hace imprescindible su fiabilidad. (...) Fieles y fiables, pedían los viejos moralistas».
Y es que esta rigurosa prosa, el elaborado a la par que austero tratamiento del castellano, se erigen aquí en una categoría ética, en un honesto compromiso con el lector. Un soterrado humor de cachazuda expresividad, junto a una personal ironía, suavizan el tenebrismo de mortuorias figuraciones, donde conviven vivos y difuntos en singular iconografía fantástica. La memoria, con su oscuro rastro de enfrentamientos civiles y vengativos contenciosos, ostenta un notorio protagonismo, convirtiéndose en el intrigante motor de algunas de estas historias. Muchas de ellas aparecen vinculadas a la tradición oral, basada en una cuentística costumbrista y popular, esencia de la mejor narratología colectiva. Entrañables charlatanes, sesudos vagabundos, erráticos vendedores y excéntricos ganapanes pueblan este conmovedor universo literario, muy justamente premiado ahora, reconocido como uno de los mejores referentes de la actual narrativa española.
Jesús FERRER