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Mágico González, Chava Jiménez, Mike Tyson... vida y derrapes del deportista canalla

Maradona fue uno de los grandes exponentes de atletas que rendían de noche tanto o más que de día: George Best, Guillermo Gorostiza y Dum Dum Pacheco son otros campeones de medianoche de los que hablamos aquí. Por Ulises Fuente
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Cuando Juan Muñoz se asomó a la habitación, Mágico González estaba sentado en el suelo con un vaso en la mano enmedio de una humareda espesa que no era precisamente de tabaco. Quedaban tres horas para el partido y a un par de metros de él, Camarón le enseña el disco que acababa de publicar y que no ha vendido “ni 5.000 copias”. A Muñoz, todos le conocían en Cádiz como “El mayordomo” porque su único cometido era seguir al escurridizo Mágico fuera del campo. Pero si nadie podía frenarle con un balón en los pies, mucho menos con un cubata en la mano. El extremo salvadoreño, un futbolista extraordinario, se escapaba cada noche por los tablaos y las tabernas de la ciudad. Levantó la vista. “¿Qué tal, Juan?”, dijo el futbolista. “¡Vámonos Jorge, que tienes que jugar un partido en un par de horas, venga, que te está buscando todo el mundo!”. Así se las gastaba el flaco jugador en España exactamente el mismo año que, a 1.000 kilómetros de Cádiz, Maradona se perdía con Julio Alberto por las noches de Barcelona. Ahí empezó la cuesta abajo del argentino por la que también han descendido, con desigual suerte, Mike Tyson, Dennis Rodman, o José María “El Chava” Jiménez, algunos de los muchos deportistas de élite que han combinado de forma legendaria su rutina deportiva con una disciplina nocturna igual de exigente, como se cuenta en el libro “Campeones de medianoche” (Muddy Waters Bookls), de Daniel Entrialgo. Hagamos un repaso de estas vidas no tan ejemplares.
La vida de Mágico González era la pura anarquía. Sin malicia, sin egocentrismo, simplemente carecía de la menor disciplina. Faltaba a la mitad de los entrenamientos, pero en su primera temporada ascendió al Cádiz a la Primera División. Se acostaba con la ropa puesta, salía todas las noches e invitaba y dejaba propinas desmesuradas. Una vez llegó al entrenamiento en calcetines. Sus compañeros pensaron que, con lo desastre que era, se había olvidado de ponerse calzado. En realidad, se lo había regalado a un chaval que vio descalzo. Todo lo que rodea el paso de Mágico González por el Macondo andaluz está preñado de fantasía. Dicen que tenía una red de informantes que le deba el agua cuando alguien del club o el Mayordomo le buscaban por sus bares favoritos y también que una vez estuvo 20 días sin aparecer. Los hechos cuentan que aplicó la ley del mínimo esfuerzo durante diez temporadas en el Cádiz, en las que engendra dos hijos con dos mujeres diferentes y logra el amor incondicional de una ciudad, la única del mundo que podría comprenderle. Todavía los paisanos cuentan leyendas apócrifas de sus gestas extradeportivas, la mayor parte falsas, fruto de la admiración más absoluta. Sin embargo, su vida tarambana y su falta de ambición le privarán de la gloria deportiva. Por cierto que, como cuenta el libro de Daniel Entrialgo, en 1984 estuvo a punto de fichar por el Barcelona donde militaba Maradona por último año. Habría sido demasiada amenaza para una ciudad y no en términos futbolísticos.
Sin embargo, mientras que la historia del salvadoreño es amable (regresó a su país y disfrutó de su hamaca en su humilde vivienda), la de otro futbolista ilustre, George Best, se sumerge en cotas de terrible patetismo. Best, nacido en Irlanda del Norte, entrenaba con los juveniles del Manchester United tres años después de que se produzca la tragedia de Múnich, en la que fallecen 23 miembros del primer equipo, ocho de ellos, jugadores. El emblema del club, Bobby Charlton, salva la vida. Solo tiene 17 años, pero ha desplegado ya tal catálogo de fintas, quiebros, regates y gestos técnicos jugando con los juveniles, que le anuncian que el siguiente domingo juega en primera división. En 1968, una década después del accidente aéreo, el United de Charlton y Best honra la memoria de los fallecidos levantando la Copa de Europa en Wembley. Son el primer equipo británico en conseguirlo y el gol de la victoria lo marca la nueva sensación. Lo que sigue es la historia del estrellato: dinero, mujeres, coches, revistas, más dinero, fama. Sin embargo, tras la final del 68 se produce el derrumbe. El equipo empieza a perder partidos y Best, los modales. Endiosado por la prensa, los centenares de cartas de admiradoras que se reciben en el club y el Swinging London, Best vive como una estrella del rock. Alterna con misses y empieza a beber de modo desaforado. Su degradación es veloz. En 1971, ya es un alchólico de manual y en el norte de Inglaterra no tendrán la paciencia que sí le guardarán los gaditanos a Mágico. No tiene 25 años cuando es expulsado del Manchester United. Y el calibre de la autodestrucción del norirlandés será infinitamente superior que el del caribeño.
“Soy un puto desastre. Lo único que he hecho en este último año es beber. Una botella al día, concretamente”, le dice a la prensa deportiva española desde el borde de una piscina en Marbella. Se dice que podría fichar por un club español, pero verle dar toques en la playa es descorazonador. Está lento y abotargado. A las pocas semanas, termina ingresado en un hospital por una trombosis provocada por una borrachera gigantesca. El United le readmite tras prometer redención, pero sus propios hinchas le abuchean y juega su último partido con los Diablos Rojos en 1974. Sin embargo, ya es un personaje de la prensa rosa. Sus patinazos saltan a las portadas. Juega en Sudáfrica y luego en la Cuarta División inglesa. Pero solo consigue dar auténtica pena. Bebe desaforadamente y trata por enésima vez de enderezar su vida en Los Ángeles, en la incipiente liga de “soccer”. Sin embargo, invierte en un bar donde resulta, sorpresa, que él es quien más bebe. En San José tocará fondo: su mujer se lo encuentra un día tirado en el suelo, otro con marcas de haberse llevado un puñetazo o pidiendo limosna. Y sucede lo que nadie espera. Best recibe la noticia de que va a ser padre. Se limpia. Recupera parte de la forma una noche marca un gol increíble, digno de su mejor época. Lleva 11 meses sobrio y le entregan un premio por ese tanto, al mejor de la historia de la competición. Parece que todo puede terminar bien, pero Best, esa noche de orgullo recuperado recoge el trofeo y busca un bar. Estuvo de borrachera veintidós días seguidos. Lo ha vuelto a echar todo a perder.
La historia del jugador norirlandés termina mal, como es sabido. Se divorcia y pierde todo. Se autoinflige la desgracia. Con el hígado deshecho, logra ser incluido en el plan de transplantes de manera milagrosa. Pero la prensa le pilla bebiendo de nuevo. Con la salud destrozada, vende sus últimas entrevistas. En su lecho de muerte, un tabloide titula: “No mueran como yo”. Best falleció en 2005 y nadie supo ayudarle. Por cierto que, abriendo capítulo especial, hay que prestarle atención a algunos “campeones de medianoche” ibéricos. Tres, en concreto elige Entrialgo, empezando por “el Best español”, el extremo izquierdo del Athletic de Bilbao y de la selección nacional Guillermo Gorostiza, que tenía una brújula para detectar los lugares crápulas de una España en blanco negro, de posguerra, poco dada al vicio. Gorostiza, desertó de la República y se alistó con el Tercio carlista Ortiz de Zárate en plena Guerra Civil, fue otro gran bebedor. Una tarde, que se presentó a jugar etílico, respondió a los abucheos de su propia afición aplastando él solo al Sevilla en un arranque de furia. Ganó seis ligas pero el final de su carrera futbolística fue el abismo. Vivía de la caridad y falleció en un hospicio. Todo el mundo en Bilbao fingía no conocerle.
En este panteón de deportistas calaveras merece su sitio especial Mike Tyson, el hombre que tiró a la basura 400 millones de dólares. Como manda el canon, su infancia fue la de un chico desfavorecido, al que acosaban en el colegio. Gordito y con voz de pito. Pero se convirtió en el mayor Panzer que se haya visto entre las cuerdas de un ring. Arrasaba, humillaba a sus rivales en unos segundos sin que tuvieran tiempo de lanzarle un “jab”. Sube como un cohete pero se convierte en una bala perdida. Se acuesta con mujeres indiscriminadamente y se engancha a la cocaína. Su mujer le pide el divorcio y él se lo concederá cuando se la encuentra en la cama con un blanquito enclenque que huye despavorido. “Era Brad Pitt, tío -reveló años después Tyson-. Y estuve a punto de despedazarle, pero no le guardo rencor”. Está completamente descontrolado y en 1991 acude al certamen de belleza de Miss América Negra. Una participante le denunciará por violación aunque él siempre defenderá que fue consentido. No ha cumplido 26 e ingresa en prisión, donde pasará los siguientes dos años. Dicen que en la cárcel lee a Tolstoi, Marx y Mao Tse Tung, aunque tampoco le dejan mucha huella, pero se compra desde prisión un tigre de Bengala al que llama Boris. Un par de años más tarde tendrá que indemnizar a una mujer que entró a jugar con él a la jaula con 250.000 dólares por la carnicería que el tigre le provocó para evitar una demanda. “No sabes lo que le pueden hacer los tigres a la carne humana. Fue un error tenerlo”, admitió años después en una entrevista. Cuando sale de la cárcel retoma su carrera deportiva y sus adicciones. Esquiva los controles antidoping con un pene de plástico y vence a rivales con una mano a la espalda. Gana en un año 80 millones y llega el momento cumbre de la pelea con Evander Hollifield. No hace falta recordar que le arrancó parte de una oreja con el protector bucal puesto.
Acaba de enterrarse como boxeador y se refugia “en el sexo y las drogas”. Hacienda le persigue, su mánager Don King le roba lo que puede, se vuelve a divorciar. A pesar de todas sus bufonadas logra un combate contra Lennox lewis en el que el mundo entero espera que pierda. Y después de un tremendo castigo, el británico le noquea. Es su final, pero aún lo ensuciará más con otras dos derrotas por dinero. Tras 20 años de carrera ha ganado 50 combates y perdido 6 (la mitad en sus últimas cuatro veladas). Está arruinado y camina por el abismo. Pero ingresa en rehabilitación y tendrá un renacimiento en forma de cultura pop: su papel en “Resacón en las Vegas” le redime, le vuelve simpático e incluso achuchable. “He tardado 50 años en descubrir cómo ser amable con mi propio yo”, declara. Encuentra su camino y su sustancia: monta un negocio de marihuana, la “droga milagrosa”. Su último capítulo hasta el momento es precioso: un regreso en 2020 contra James Jones por una causa de caridad. Tyson vuelve a molar.
En el boxeo patrio, Entrialgo recoge la vida de José Luis “Dum Dum” Pacheco. Podría estar Poli Díaz, claro, o Urtain, pero la historia de Pacheco es tan peliculera que hasta parece mentira. Dum Dum podría haber sido un “Torete” o un “Vaquilla”, ya que se educó en la delincuencia juvenil de Madrid. A los 16 años estaba en prisión por robo con violencia y, aunque su condena era de meses debido a su juventud, cumplió tres años por mal comportamiento. En la cárcel conoce a Jesús Gil e incluso a Antonio Gades y sale de cualquier forma menos rehabilitado. Se va a matar o va a matar a alguien, hasta que en un bar de legionarios que frecuenta le hacen probar el boxeo. Se alistará a la Legión, por supuesto, en el Tercio Duque de Alba. Pacheco vive y pelea como un salvaje y también se acuesta con, dice, mil mujeres. Se metió en el cine (aparece un minuto en la mítica “Juventud drogada” y luego hizo sketches con Manolo Summers) pero un accidente de coche fue el final de su carrera. Vive todavía en Madrid, humildemente, y conserva a sus tres ídolos: Hernán Cortes, Franco y Elvis.
Como recuerda Entrialgo, entre la gloriosa ascensión de José María “El Chava” Jiménez en el Angliru y su fallecimiento en una clínica psiquiátrica en 2003, hay 50 meses. Era un chico alegre, extrovertido, positivo, según le describe el que fue su jefe en el equipo Banesto, Eusebio Unzué. Su ADN era pura raza escaladora, con una potencia tremenda a pesar de ser demasiado corpulento para el prototipo ciclista, y su espíritu, el de atacar siempre. La estrategia no era su fuerte y cometía errores garrafales, pero su temperamento era puro espectáculo, y su arrancada en pendientes imposibles era lo que la gente deseaba ver a la hora de la siesta. Con la retirada de Induráin en 1997, llega la Vuelta del 98. El equipo Banesto elige a Abraham Olano (el vasco, un corredor serio y disciplinado) para que sea líder y al Chava (pólvora y fuegos artificiales) para escudero. Pero el abulense no acepta la jerarquía y gana cuatro etapas, incluida la penúltima en la que ataca a su propio líder y él toma el maillot amarillo. En la crono final, Olano se alza con la victoria y el primer puesto, pero abandona el equipo por discrepancias internas. El Chava será el español mejor pagado del pelotón al año siguiente: 150 millones de pesetas por temporada. Y entonces empieza a salir de noche, fines de semana enteros, a beber y drogarse, algo inconcebible en un deporte estricto con la dieta, los descansos y los controles antidoping. hace cuadrilla con otro campeón de medianoche del pelotón, Jesús Manzano, que fue expulsado de su equipo, el Kelme. Tras algunos meses sin aparecer anuncia que se toma un año sabático. No volverá a competir. Pasa por algunas clínicas para depresivos, pero no logra remontar. Cambia de aires, primero lejos, luego más cerca de casa. En 2003 su corazón se para en una clínica de rehabilitación de Madrid. Un año más tarde fallece Marco Pantani. Igual que el del ciclista italiano, no están en el libro pero podrían, nombres como Lamar Odom, Jan Ullrich, Romario o Cassano. Sí que aparecen las historias de Dennis Rodman, Ty Cobb y John Daly. Atletas y “Campeones de medianoche”.