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A traditional double decker red bus with an advert for "The Crown" drives through central London.

El año en el que la ficción se convirtió en “fake news”

Boris Johnson equipara la nueva temporada de «The Crown» con la desinformación

Pocos días después de que el mundo presenciara atónito el derrumbe de las Torres Gemelas, un estudio realizado entre niños y adolescentes de los Estados Unidos arrojó unos resultados ciertamente sorprendentes: la mayoría de ellos creía que las imágenes de aquel atentado terrorista eran una ficción. Después de tantas películas de catástrofes que reflejaban hechos semejantes a los retransmitidos por las cámaras de la CNN, los más jóvenes fueron incapaces de sacudirse la sensación de que aquellos terribles acontecimientos constituían otra producción más de Hollywood, ahormada en torno a una sucesión de espectaculares efectos especiales.

Dos décadas después, el estreno de la nueva temporada de la exitosa serie británica «The Crown» nos sitúa en el extremo exactamente contrario: una obra de ficción ha sido desvestida por los espectadores de sus licencias creativas, de suerte que los hechos en ella narrados han sido tomados al pie de la letra, como si de un escrupuloso documental se tratara. El principal elemento de controversia de los últimos capítulos de «The Crown» ha sido la representación del Príncipe Carlos como una mentalidad maquiavélica, que trataba con desprecio y tiranía a su esposa, la carismática y mediática Lady Di.

El sesgo narrativo imprimido a la serie ha causado inquietud a la casa real inglesa, a la par que incomodidad en el actual ejecutivo británico. Hasta tal punto existe el miedo de que los espectadores tomen por real lo que no deja de ser una versión de la historia reciente, que el Secretario de Cultura Oliver Dowden solicitó hace unos días a Netflix que incluyera un aviso, al comienzo de cada episodio, en el que se avisara de que, aunque basada en hechos reales, se trata de una ficción: «Es una obra de ficción bellamente producida, así que, al igual que con otras producciones de televisión, Netflix debería dejar muy claro al principio que es solo eso. (…) Sin esto, me temo que una generación de espectadores que no vivió estos eventos puede confundir la ficción con la realidad», declaraba Dowden. Ante la negativa de Netflix a introducir esta advertencia, el gobierno de Boris Johnson ha tornado las sugerencias en amenazas, y avisa de que quizás sea hora de replantearse la regulación de los servicios de vídeo bajo demanda. El Ministro de Cultura John Whittingdale se ha mostrado muy explícito a este respecto: «Las emisoras tradicionales del Reino Unido están sujetas a requisitos bastante estrictos… y luego están los servicios bajo demanda, que en realidad no están sujetos a ninguna regulación o requisito». Lo sorprendente de esta cadena de declaraciones del ejecutivo de Johnson es que lo que se está discutiendo no es el estatuto fiscal de las plataformas de contenidos online, sino el mismo concepto de ficción.

El contraataque de la verdad

El año 2020 no es solo el año del coronavirus, sino también, y por efecto rebote, aquel en el que la preocupación por atajar el problema de las «fake news» ha alcanzado su expresión máxima. La proliferación de noticias falsas ha introducido un factor de sospecha en el acto de la comunicación: todo puede ser mentira. Y, como siempre sucede cuando una posición se extrema, la respuesta a esta circunstancia parece estar calibrada por esta misma dimensión maniquea: todo debe ser verdad. Lo inquietante de las «fake news» no es solo la cantidad de basura que puedan introducir en el debate diario, sino que, como reacción a ellas, el grado de intervencionismo de los gobiernos se haga cada vez mayor y acabe afectando al proceso de creación de productos culturales. Como se demuestra en la controversia generada por la nueva temporada de «The Crown» las licencias creativas de un producto de ficción han sido equiparadas a una noticia falsa, a una estrategia de desinformación. De la misma manera que las redes sociales –Facebook, Twitter– introducen advertencias sobre la dudosa veracidad de algunas publicaciones, así el gobierno británico ha solicitado a Netflix la especificación de que los hechos mostrados constituyen una simple ficción, y no se ajustan a la realidad.

La negativa de Netflix a intercalar tal aviso es del todo punto lógica: en primer lugar, acceder a ello supondría dar por supuesta la indigencia intelectual de su audiencia, incapaz de discernir por sí misma lo que es real y lo que es ficción; en segundo término, el objetivo de toda ficción es resultar lo más verosímil posible, y si, desde el principio, se le ponen límites a su capacidad de crear realidades convincentes, en pocos años la industria del entretenimiento estaría muerta; y, como tercer argumento, si a todo lo que es ficción hubiera que ponerle el rótulo de «esto no es real», la deriva podría ser demencial, hasta el punto de poder acabar advirtiendo a los espectadores de que «Parque Jurásico» no es verdad porque los dinosauros no existen. Como los políticos se pongan a legislar acerca de lo que es ficción y lo que es verdad, el arte tiene los días contados. La ignorancia es tan osada como peligrosa.