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Las «fake news» como una de las bellas artes

Vivimos en una época de control creciente por parte de las instituciones. Cada vez hay más leyes y menos educación. El paternalismo de las altas esferas crece y no deja apenas espacio para la autogestión de la sociedad. No todo vale, pero la raíz de muchos de los problemas es educativa
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El anuncio del Gobierno de la creación de una Comisión Permanente contra la Desinformación ha activado todas las alarmas. ¿En qué manera va a afectar esta nueva estructura interministerial a la libertad de información? Si preguntas a cualquier periodista o ciudadano, habrá un consenso generalizado en la necesidad de combatir las «fake news» y los delitos de odio. El problema surge cuando se debaten los términos en que todo este arsenal de desinformación ha de ser combatido. ¿Debe de ser un gobierno el que se encargue de determinar qué es verdad o mentira y lo que implica, por tanto, un mensaje de odio, o, por el contrario, esta tarea ha de recaer en la justicia? Es muy probable que la mayoría de los preguntados se inclinaran por esta segunda opción. De hecho, no hay que olvidar un matiz sumamente importante: cualquier conocimiento conlleva un sesgo, un interés, una interpretación de la realidad. La utopía de la objetividad es solamente eso: una utopía, más propia de un pensamiento premoderno que de la forma de entender la realidad contemporánea. Si, como se acaba de afirmar, todo conocimiento es sesgado y corresponde a un interés, y el Gobierno pretende determinar lo que es verdad y lo que es mentira, no es muy difícil inferir que los parámetros que se emplearán para intervenir en una información dada serán los que más convengan a la política específica desempeñada por esta administración. ¿Quién nos asegura que «Fake News» no será toda aquella noticia que cuestione la acción gubernamental?
Este paisaje se complica todavía más cuando lo trasladamos al ámbito de la creación cultural. Desde el momento en que filtramos la información, ¿por qué no hacerlo con el resto de opiniones? En definitiva, nada tan fácil como entender en términos amplios el concepto de «información» para invadir compartimentos anejos que afectan directamente a la libertad de expresión. Los artistas interpretan la realidad y expresan las consecuencias de tales interpretaciones. Y, dentro del amplio campo de la creación artística, una de las líneas de expresión más importantes de la contemporaneidad es la crítica social. ¿Podría darse el caso de que un artista, en su labor de crítica social a una acción del gobierno, fuera censurado y obligado a retractarse de sus opiniones?
Verdad o interpretación
¿Qué puede ser considerado como verdad y qué como un mero acto de disenso? Todo es interpretable, y la actual polarización de la sociedad nos ha llevado a un extremo en el que lo que opino yo o mi tribu es verdad, y lo que se opina del lado contrario constituye no solo una mentira, sino algo demencial. La función del creador es no conformarse con las versiones oficiales de nada, e interrogar. Y, desde el momento en que alguien quiere controlar lo que es verdad, terminará por querer controlar cada visión disidente.
En 2015, el artista japonés, Makoto Aida, declaró haber entrado en conflicto directo con el Museo de Arte Contemporáneo de Tokio, que le pidió modificar o retirar una muestra de sus obras, por resultar críticas con el gobierno. ¿Corremos el riesgo de que alguna vez suceda algo así? El artista Santiago Sierra empleó el término «presos políticos» para dar título a la polémica instalación que acaparó todo el interés social y mediático durante Arco 2018. Como es sabido, en la España democrática la categoría «preso político» no existe: el código penal no recoge ningún delito que obedezca a las propias convicciones políticas. Por lo tanto: ¿es esto una «Fake News» o una mera interpretación de la realidad?
La cuestión se complica todavía más cuando abordamos uno de los géneros creativos más en auge durante los últimos años: el de la «falsa realidad». En 2014, Jordi Évole realizó un falso documental que, bajo el título de «Operación Palace», intentaba hacer creer que el golpe de estado del 23-F fue una farsa. Emitido en el programa «Salvados», de La Sexta, la obra contó con la participación de Iñaki Gabilondo, cuyo testimonio dio veracidad a los hechos detallados durante el relato. Evidentemente, aquí nos encontramos con un ejemplo pintiparado de lo que hoy se calificaría como «fake news». Pero también nos encontramos ante una creación audiovisual. ¿Se va a poner fin a los simulacros artísticos? Y, ahondando todavía más en esta cuestión, como ya mostró Baudrillard, la distancia entre la realidad y la aficción se ha acortado tanto como para que, a día de hoy, resulte imposible establecer una nítida línea de separación entre ambas. Además, una de las prerrogativas de la creación artística es alumbrar ficciones, inventar historias de todo tipo. ¿En qué medida se puede establecer cuándo una ficción se limita a entretener y cuándo está confundiendo a la opinión pública con información falsa? ¿Está condenado el arte a ser de ahora en adelante «realista» –entendiendo por «realismo» el pliegue a la versión oficial lanzada por las instituciones–? El terreno resulta tan resbaladizo que, a fuerza de establecer sucesivos controles sobre la información, se puede terminar por promulgar un denso bosque de normas que impidan el desenvolvimiento por la vida. Vivimos en una época de control creciente por parte de las instituciones. Cada vez hay más leyes y menos educación. El paternalismo de las administraciones crece y no deja apenas espacio para la autorregulación de la sociedad. No todo vale –es cierto–, pero la raíz de muchos de los problemas es educativa. Y tales problemas nunca van a encontrar solución real y definitiva mediante medidas de control. La pérdida de libertad siempre comienza con excepciones y con la necesidad de tutelar a una sociedad incapaz de desenvolverse por sí misma. Controlar la verdad es un mal asunto y no conduce a nada bueno.