ETA: una violencia sin maquillar
«Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco» es el primer volumen de una ambiciosa trilogía que revela el dolor que causó ETA y que es imposible borrar
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Detrás de la violencia política hay un deseo de ahormar la sociedad, de eliminar al que no piensa igual, de acabar con el pluralismo. Este objetivo va contra la naturaleza humana, por eso, cuando las palabras y los votos no lo consiguen, esos totalitarios violan los derechos humanos recurriendo al acoso, la pedrada, la paliza y, finalmente, al asesinato. El tiempo no borra el sufrimiento de quienes padecieron el terrorismo. Las necesidades políticas de hoy no pueden despreciar el terror de ayer, ni blanquear a quienes lo defendieron y se enorgullecen de ello. Si es así se están poniendo las bases para que se repita y se alienta a la comisión de violencia política contra los adversarios.
No hay relato que valga para ocultar la verdad y el deseo de la gente de conocer el dolor causado por organizaciones violentas como ETA. Es aquí donde la profesión del historiador cobra relevancia, porque el documento es inapelable. Eso es lo que han realizado desde el Instituto Valentín de Foronda, de la Universidad del País Vasco, los autores de «Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco», que en su primer volumen comprende de 1968 a 1981. Y no lo han hecho con equidistancia, sino desde los valores morales humanistas así como de la esencia democrática. El olvido o el desdén hacia el terrorismo son especialmente preocupantes cuando la violencia política se ha instalado en las democracias occidentales. Debería haber quedado muy anticuada la definición de la política como otra forma de hacer la guerra, pero concebida la vida pública simplemente como la exposición de graves conflictos gracias a los populismos de izquierdas y derechas, los violentos han vuelto a las calles.
Atrás quedó la consideración de la violencia como la «última ratio» del juego político, algo que ha tomado un papel protagonista para ciertas organizaciones. El motivo es que ven el acto violento como la manifestación natural hacia una situación o un adversario. Y es falso decir que con más gasto social y empleo se acaba con esta lacra. No es una cuestión de bienestar material, sino de la falta de costumbres públicas democráticas.
La violencia ha vuelto
Valen de ejemplos los homenajes a etarras en el País Vasco, el apedreamiento de los «españolistas» en Cataluña, las protestas incendiarias y de latrocinio por la «libertad» de Pablo Hasel, la violencia verbal y gestual de algunos movimientos sociales, y el derribo de estatuas por supuesto racismo. Los violentos toman la legitimidad del fin, no del medio, y su acto se convierte en un mensaje. Luego sale el político de turno y dice, como con los violadores, que los agredidos iban provocando. La violencia política como parte de la estrategia de comunicación, ya sea para movilizar a los propios o amedrentar a los adversarios. Cuentan, además, con la potencia de las imágenes, capaces de alimentar las emociones mucho mejor que cualquier eslogan o programa electoral.
Así, la izquierda y los nacionalistas en España llaman «repertorio de acción colectiva» a amedrentar o pegar a los simpatizantes de otro partido, o hacer lo propio con la policía, el mobiliario urbano y los escaparates. Y siempre hay una atribución de papeles: los camisas pardas y los políticos de levita, los violentos y los que alientan el acto bien resguardados, a los que luego usan en su discurso. La izquierda y el nacionalismo mantienen la mística de la revolución como un hecho de progreso, necesario, ante el cual ninguna sociedad ni institución puede oponerse. Esta creencia ha llevado al terrorismo como suprema violencia política. Pensaban, no solo ETA, sino los del GRAPO o el FRAP, que un atentado era un mensaje político que podría detonar la revolución popular o conseguir la «liberación» del pueblo vasco.
Hay una grave cuestión moral en la violencia política y en el terrorismo que no puede olvidar una sociedad sana que pretenda avanzar por la senda de la garantía de la libertad. No se trata solamente de la moral desviada de los asesinos y de quienes los apoyaron y justificaron, sino que años después esos mismos se sientan legitimados para defender sus crímenes y que haya partidos que se apoyen en ellos para gobernar. A esto es preciso añadir otra cuestión moral, bien descrita por Aramburu en «Patria»: el silencio de los vecinos, de los que callaban o susurraban tras un asesinato, esos que no levantaban la voz después de un atentado y luego iban a la manifestación etarra y votaban a los nacionalistas. Unos agitaban el árbol y otros recogían las nueces de entre los charcos de sangre.