Hace poco más de un lustro que la escritura de Jorge Bustos deflagró en el columnismo español con la potencia de una supernova. Sabe, como Julio Camba, como Francisco Umbral y otros príncipes, viajar en 500 palabras entre el planetario de las ideas y el runrún de lo cotidiano, hacer nido entre dos tonos, dos modulaciones, dos acentos, que lo mismo tiran a lo político que deslumbran con hogueras de corte intimista. Jefe de opinión de «El Mundo», publica con Libros del Asteroide una joya, «Asombro y desencanto», prologado por Andrés Trapiello. Un fabuloso libro de viajes donde narra dos periplos complementarios, por la Mancha y por Francia.
Le pregunto por la vieja oposición turista/viajero. «Resulta un poco esnob. No estamos en el XIX. Tampoco somos Henry James. Somos turistas. Pero cada turista viaja con un equipaje distinto y en cuanto sale a la carretera arrastra su bagaje vital y literario. Es mucho más placentero recorrer Francia, como fue mi caso, a los 36, 37 años, que no lo había recorrido jamás, pero había leído a un puñado de autores franceses, y confrontar el viaje con lo leído. Si hay alguna posibilidad de volver a ser viajero frente al cazador de poses de instagram del turista posmoderno, pasa por llevar la mirada limpia de prejuicios y cargada de literatura». «Conforme cumplo años», explica, «me doy cuenta de la importancia de quitarse las poses, también las más queridas, las que recibiste en el ambiente de la propia crianza con más esmero. Hay que despojarse de imposturas, también en el estilo, descartar los barroquismos y buscar la autenticidad, en la escritura y también allí por donde viajas, en las personas y en los lugares».
–En el primero de los viajes sigues los pasos de «El Quijote»... y de Azorín.
–La Mancha quizá sea el manantial literario de la nación. La Mancha actual no es la de Azorín, tampoco la de Cervantes, claro. Pero todavía puedes encontrar retales de la idiosincrasia del país que fue, de hidalgos empobrecidos y paisanos un poco senequistas, con esa resignación y esa ironía involuntaria que los convierte en humoristas geniales. Hay algo de Almodóvar y de los chanantes en cada paisano con el que hablas. No es casual que haya esa concentración de humoristas. Late una visión de la vida trabajada por los siglos, y por un clima atroz. Y tiene gracia la construcción nacionalista del enemigo perfecto, que es la Meseta, donde en realidad tanta gente secularmente desfavorecida y a la que nunca se le ha ocurrido lanzar un desafío a la Constitución. A lo sumo cogen la maleta y se van a Madrid, o antes hacían las Américas.
–Hablábamos de Azorín...
–Con ese dominio abrumador de la lengua castellana, con la sensualidad, la facilidad para la imagen y la palabra, igual que Miró y otros escritores levantinos. Cuando a Azorín lo envían a cubrir la ruta del Quijote tenía 32 años, los mismos que yo. Pero él acumulaba una solvencia y una madurez, que parece un señor mayor, con una mirada piadosa hacia la gente que encuentra. Cuando lees a Azorín, bajo la aparente sencillez sintáctica, hay una expresividad casi inalcanzable. Es el patrono de la primera parte del libro y Pla de la segunda. Yo no quiero ser vanguardista. Yo quiero ponerme en la senda, a mi modesto nivel, de tipos como Azorín y Pla.
–Y tras La Mancha, Francia.
–La gracia del libro no está en la contraposición entre La Mancha y Francia, sino entre el Bustos de la primera y el de la segunda. Al final un libro de viajes es un libro de viaje interior, de confesión. Un ajuste de cuentas del escritor con uno mismo. Cuando publiqué el primer viaje, en 2015, tenía 32 años, acababa de llegar a «El Mundo» después de una etapa de precariedad, tenía toda la ilusión y la mirada inocente del tipo que se va a comer el mundo y se pone tras los pasos de Azorín y Cervantes como si fuera fácil. Cinco años después viajo a Francia y la mirada está más trabajada por el escepticismo. Ese camino, ideológico, moral, incluso estilístico, registrado en apenas 200 páginas, es un testimonio de mi propia transformación y un relato de mi afrancesamiento.
–Escribe sobre Francia desde una admiración que no es acrítica.
–Claro, y que no implica el rechazo de lo propio, al revés, reivindico lo cervantino y lo manchego. Y Francia me fascinó. No tendría que ser problemático decir que Francia tiene una cultura media muy superior, apreciar la formación pública, o la selección de las élites, y de los políticos más allá de ideologías. El libro tiene algo de minuciosa destrucción de prejuicios. Viajar es eso. Si uno no es distinto de cuando partió entonces no ha merecido la pena y sí que eres un turista bóvido.
–¿Hay esperanza de que importemos otras cosas de Francia, como el gusto por la lectura?
–Hoy por hoy, no. El libro tiene un punto de celebración pero también de registro de la decadencia española. Está escrito tras unas elecciones generales que entronizan los extremos y desertizan el centro político. En el desencanto influye que desde mi orilla periodística, en la medida de mis posibilidades, me impliqué en el intento de levantar un liberalismo fuerte, de renovar el pacto de la Constitución y acabar con los populismos y los nacionalismos. Aquello fracasó. ¿Francia? Tiene unos resortes intelectuales construidos durante siglos. Una idea de la república. Unos valores cívicos fuertes. Ni súbditos de reyes ni de los nuevos clérigos con el cuento de las identidades.
- «Asombro y desencanto» (Libros del Asteroide), de Jorge Bustos, 224 páginas, 18,95 euros.
Pasividad ante la tragedia