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Franco (Battiato) ha muerto

Con el fallecimiento del italiano se va la forma más literaria de construir canciones de la segunda mitad del Siglo XX: orfebrería del verso
Alessandra TarantinoAP

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Decirle adiós a Franco Battiato es despedirse de una forma intensamente personal de hacer canciones, probablemente la forma más literaria de construirlas que se ha dado en toda la segunda mitad del siglo XX. Si eso es así, no es tanto porque sus canciones estuvieran llenas de reflexiones literarias o referencias librescas, sino porque les daba forma con la paciencia del orfebre, fijándose en cada palabra, cada frase, reuniendo las mejores tal como haría un novelista de fuste hasta entregarnos un resultado final inolvidable. Lapidarias líneas suyas inimitables son, por ejemplo, «el día del juicio final, tus clases de inglés no te van a servir de nada» o límpidas metáforas maravillosas donde las cúpulas de viejas iglesias medievales servían como hangares para futuristas naves aeroespaciales. Registraba como nadie el temblor inmediato de las evocaciones súbitas: «me invade de golpe el deseo de vivir más despacio, a otra velocidad» dice el narrador de «Los trenes de Tozeur» cuando una amiga de la familia lo reconoce de vuelta y le recuerda sus aptitudes de niño. Momentos humanos reconocibles, leves pero comunes, prendidos con alfileres. Battiato incluso era capaz de conseguir piruetas como explicar en una línea el comunismo con una alegoría de artesanía joyera («Mi maestro me explicó lo difícil que es encontrar el alma en un rubí»).
Casos afortunados de canciones en las que el texto tiene tanta importancia como la melodía existen bastantes en el pasado siglo. Ya sucedió en sus primeras décadas con el tango y luego, sobre todo, desde que en los reivindicativos años sesenta cobró gran importancia la figura del cantautor; un artista que, al igual que el cine de arte y ensayo de la época, aspiraba a mimar los contenidos más que la forma. Sin embargo, un caso de pulido tan brillante como el de Battiato, donde la excepcionalidad y lirismo de las líneas melódicas se marida tan exactamente con la evocación poética (y, a veces, el sentido del humor) de las letras, resulta excepcional incluso a escala secular.
Lo más curioso es que Battiato, en los comienzos de su carrera, estaba en realidad más interesado por el sonido que por las palabras. Empezó como todos, escribiendo canciones románticas de niño, en ese momento en que se descubre que la música es un piar que desahoga enormemente cuando nos impacta el flequillo de una adolescente. Pero, enseguida, en cuanto abandonó su ciudad y desplegó las alas, decidió dedicarse durante años al rock experimental. Coincidió con la época de los 70 en la que aparecían las más diversas innovaciones electrónicas y se pasó muchos años explorándolas en varios trabajos, convirtiéndose en una autoridad del tema en Italia. Bruscamente, cuando estaban a punto de empezar los ochenta, toda esa búsqueda se decantó en su trabajo y Battiato se apercibió de que lo que quería hacer era poner en palabras, además de en música, las infinitas incidencias sorprendentes del mundo que nos rodea: los fuegos artificiales allá a lo lejos, la lejanía del horizonte en el crepúsculo silencioso cuando uno vuelve en bicicleta a casa al atardecer; todas esas cosas del mundo que nos capturan el ánimo.
Durante diez gloriosos años, Battiato las contó como nadie acumulando una obra impresionante. Probablemente, solo Paolo Conte podría discutirle el cetro soberano de autor de canciones italiano del siglo veinte. A mediados de los ochenta, el disco «La Voce del Padrone» (cuyo título parodiaba el eslogan de una conocida multinacional) le dio a conocer fuera de Italia, sobre todo a través de la canción «Centro de gravedad permanente» que fue un éxito ejerciendo de pastiche crítico de la multiculturalidad y de la propia historia del pop. Para todos, que un Italiano llegara haciendo una crítica irónica de gran nivel cultural del anglocentrismo del pop era una idea saludable y revitalizante. A eso se unía su aspecto físico de indiscutible antihéroe: gran nariz, gafas de empollón, como un John Turturro desnutrido; el perfecto Woody Allen del pop mediterráneo.
La gran decantación de ese repertorio colosal vendría en los años noventa; sobre todo en un disco fabuloso titulado «Unprotected» donde interpretó en vivo las joyas más señeras de su obra, buscándoles una orquestación mínima, centrada en la simple voz, la melodía y la palabra, arropada por leves armonías de coro y cuerda. Probó más tarde con el dibujo y la cinematografía y, como en todo, fue siempre inquieto e interesante. Vivió sencillamente y de una manera, a veces, incluso frailuna. Solo se me ocurre darle las gracias por todo lo que nos ha regalado.