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La belleza mutable del color: ¿puede el amor ser amarillo o la tristeza azul?

Fundación Telefónica propone un estimulante recorrido por las diferentes facetas socioculturales de este concepto capaz de captar el interés de artistas, científicos y tecnólogos a través de la exposición “Color. El conocimiento de lo invisible”
Alberto R. RoldánLa Razón
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Todo lo que nos convierte en conjunto, aquello que nos construye como parte integrante de un todo, desde la belleza hasta la sangre, el poder, la fragilidad, el agua o la ira tiene un color. En el cine de Kieslowski, por ejemplo, la poética utilización de los colores contribuye a la construcción simbólica del estado anímico de sus personajes. De esta manera la función estética primigenia se expande lo suficiente como para poder entender que la tristeza que invade al protagonista de “No amarás” es azul, que el verde es el color de la moralidad dudosa, que la felicidad de Irène Jacob en “La doble vida de Verónica” es amarilla y que la soledad es blanca, como la libertad o la nieve. Admirables servicios, por tanto, ha prestado y presta la mutabilidad del color a la propia configuración del mundo debido a la subjetividad con la que se percibe.
El color, es al cabo, una invención, un parámetro óptico ilusorio y como tal, contiene infinidad de convenciones culturales, históricas y sociales que ahora Fundación Telefónica se atreve a desgranar mediante la exhibición de “Color. El conocimiento de lo invisible”, una ambiciosa exposición comisariada por María Santoyo y Miguel Ángel Delgado que intenta arrojar luz sobre un planteamiento en apariencia sencillo y conceptualmente hermoso: qué son y cómo se crean los colores. “Vivimos rodeados de colores, inmersos en ellos. Sin duda eso nos influye en muchísimas cosas, desde cómo somos capaces de valorar los objetos que vemos hasta la forma que tenemos de pensar o recibir aquello que nos afecta. Los colores están en absolutamente todas las facetas de nuestra vida, incluso en el aire”, matiza Delgado.
Y prosigue: “cuando María y yo propusimos este proyecto, ambos estábamos acostumbrados a hacer exposiciones centradas en personajes que nos servían para hablar de épocas y momentos concretos de la historia. Pero para esta muestra planteamos abordar un concepto: el color. Algo que nos permitiera acaparar muchas realidades científicas, artísticas, incluso económicas. El problema fue poner un límite, porque cada tema que estudiábamos nos llevaba a una cosa distinta, cultural, industrial… Era algo inabarcable. De modo que llegamos a la conclusión de que no podíamos hacer una exposición totalizante que pretendiera decirlo todo sobre el color porque nadie puede en realidad. Nosotros ofrecemos al visitante algunas herramientas para que él descubra hasta donde quiera y crea poder descubrir”.
En un intento divulgativo por hibridar la faceta puramente científica del color con esas otras parcelas más contextuales y antropológicas, la muestra propone un recorrido por la tercera planta del edificio de la fundación que comienza con un invento de corte revolucionario como el prisma de Isaac Newton y la separación visual de la luz, aborda de forma progresiva esa derivación sensible y romántica que culmina con las teorías cromáticas de Goethe, revisa los usos y costumbres de determinadas tonalidades en prendas de vestir tan subversivas como los vaqueros o los monos de trabajo industriales y finaliza con dos espacios orientados a la psicología de las emociones: por un lado, una instalación creada por el estudio Onionlab de formato alargado en donde el visitante tiene la posibilidad de interactuar con proyecciones de colores y dejarse llevar por las sensaciones que esa transición les despierte y por otro, unos retratos llevados a cabo por la artista italiana Roselena Ramistella con una cámara térmica en donde personas en situación de vulnerabilidad exteriorizan sus emociones sirviéndose de los diferentes colores captados por la propia cámara.
María Santoyo incide en la importancia simbólica de una de las partes de la exposición, vinculada con la influencia cultural del color: “podemos decir que esta sección es un pequeño Victorian Albert. Se trata de un área museográfica con elementos totalmente transversales, en donde hay piezas textiles, cultura popular, obras de arte importantes… Es una mezcolanza de elementos que trabajan a partir de una gama muy concreta que es posiblemente la más mutable y la que mejor ejemplifica esta idea de que el color es una construcción cultural. Es decir, los símbolos, significados e incluso percepciones psicológicas asociados a determinados colores están muy condicionadas por la cultura de cada tiempo, que a su vez está condicionada por la industria, la situación socioeconómica, el desarrollo industrial…Todo está relacionado”.
La comisaria además, analiza las paradójicas asociaciones de género que históricamente se han establecido con determinados pigmentos: “el azul es un color que simbólicamente todavía se sigue atribuyendo a lo masculino por oposición al rosa. En su origen, además de ser un tinte extraordinariamente costoso en Occidente ya que venía del lapislázuli, era un color muy rico destinado a representaciones regias y se asoció inmediatamente con los mantos de la Virgen, por lo que inicialmente fue un femenino. El descubrimiento del azul de Prusia favoreció su uso en uniformidad militar y de ahí pasó a ser masculino”. Al final se genera una simbología, “que sí que cala en el subconsciente colectivo y que a día de hoy estamos precisamente intentando subvertir, sobre todo en cuestiones de género. Es decir, intentar que ya no sea el azul el color de los niños y el rosa el color de las niñas y nos cuesta todavía mucho. La industria juguetera lo sabe bien”.
Tampoco el rosa fue siempre el color femenino, sino el rojo, “por una vinculación con la sangre menstrual”. Una relación que sin embargo tiempo después pasó a relacionarse con una sangre más violenta, más biológicamente devastadora, guerrera, confrontada y se resignificó de nuevo. “Cuando uno piensa que el rojo es un color agresivo, lo piensa por una serie de cuestiones que tienen que ver con la cultura, con el arte o con la simbología religiosa sobre todo en la cultura occidental y al mismo tiempo por una serie de cuestiones que muchas veces tienen que ver con la sencillez que comentaba antes Miguel en el caso de los superhéroes de los cómics: eran azules y rojos porque eran tintes baratos para papel barato”, apostilla Santoyo. Es así, entre ruedas cromáticas perfeccionadas, arcoíris electromagnéticos y cartografías de los colores del mundo, como se institucionaliza la belleza y se logra exponer de manera tangible lo intangible.