Agua para «Los girasoles» de Van Gogh
Vincent apostó por el amarillo, que es un color con mal fario y que apenas goza de buena fama, y que los impresionistas y los que vinieron después adquerían en una mezcla que abusaba del cromo
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Vincent apostó por el amarillo, que es un color con mal fario y que apenas goza de buena fama, y que los impresionistas y los que vinieron después adquerían en una mezcla que abusaba del cromo.
Ahora resulta que «Los girasoles» de Van Gogh son como las flores del campo, que también se marchitan. La pintura nació como una imitación de la naturaleza, un asalto al cielo de la realidad, si remedamos las palabras de Pablo Iglesias. El hombre se sacó de la manga las artes para desafiar a las alturas, que, aparte de barro, también está hecho de una pizca de vanidad. Lo que nadie podía vaticinar es que emulase lo intangible, o sea, el paso del tiempo, que es algo difícil de aprehender en la pintura.
Pero Van Gogh, que comenzó como artista ignorado y ha acabado siendo parte de los «hit» de las casas de subastas, lo consiguió, aunque se han tardado varios quinquenios en apreciar su logro. Esto del arte es como la ciencia, que también tiene una parte de hallazgo feliz o descubrimiento fortuito, y parece que lo de Vincent, el pelirrojo, posee algo de esto. Antes de que se cortara la oreja, sin duda, una de las primeras performances del Body Art de la historia, resolvió decorar su casa de la Provenza con varios lienzos y dar así la bienvenida a Gauguin y emprender una aventura bohemia que acabó como acabó, con uno desquiciado y metido en los trigales hasta las pantorrillas y el otro comprando un billete para Tahití.
En su acto decorativo, Van Gogh apostó por el amarillo, que es un color con mal fario y que apenas goza de buena fama, y que los impresionistas y los que vinieron después adquerían en una mezcla que abusaba del cromo, o sea, que, con los años oxidaba. La paradoja es que los amarillos de Van Gogh ahora verdean algo y sus bodegones presentan ese aspecto mustio que les da una impropia verosimilitud, como si estuvieran poseídos por un otoño pictórico.
El Museo Van Gogh de Amsterdam ha decidido restaurar sus «girasoles», que existen versiones en otros museos. La intervención, mínima, viene preludiada con un estudio científico y aspira a que las generaciones futuras vean el cuadro tal como lo concibió el artista, con esa luz mediterránea que le deslumbró la mirada. Pero habrá quien piense que, por una vez, no estaría mal que se prescindiera de este maquillaje apremiante de los laboratorios y que se deje al curso de los años el devenir de la tela.
Quizá así asistiríamos a otro espectáculo, más insólito y extraño, que sería observar el lento declive de los girasoles y presenciar cómo su altura va empequeñeciendo y, lentamente, van quedándose sin hojas.