Alfonso XII, un equilibrista en Palacio
El hijo de la reina Isabel II pudo superar dos atentados fallidos pero no escapó de su destino: murió a los 28 años
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Alfonso XII tuvo buena estrella durante parte de su reinado, aunque ésta se apagó demasiado pronto con su inesperada muerte, acaecida tres días antes de cumplir los veintiocho años.
Alfonso XII tuvo buena estrella durante parte de su reinado, aunque ésta se apagó demasiado pronto con su inesperada muerte, acaecida tres días antes de cumplir los veintiocho años.
Seis años antes, el 25 de octubre de 1879, el rey acudió a la Basílica de Atocha para orar ante la Virgen por el feliz retorno de una expedición militar con la que había estado días antes cerca de Vitoria.
Era el primer acto público del monarca desde la muerte de la reina María de las Mercedes. A su regreso de la basílica, cuando el séquito real alcanzó el número 93 de la calle Mayor, el anarquista catalán Juan Oliva sacó su pistola y disparó dos veces contra Alfonso XII sin acertar.
El rey pareció no inmutarse y prosiguió a lomos de su caballo, como si tal cosa, el trayecto hacia el alcázar; algunos de sus acompañantes ni siquiera se apercibieron del atentado fallido, siendo informados del mismo a su llegada a palacio.
El propio rey comentó lo que acababa de sucederle a su amigo, el duque de Sesto: «Pepe, me han disparado dos tiros». Alcañices dudó si era verdad, pero en cuanto vio llegar a Cánovas del Castillo con el rostro demudado, se convenció de que era cierto. «Su Majestad no debería arriesgar su vida, paseándose a cuerpo descubierto», le reconvino el presidente del gobierno.
La reina Isabel II, madre de Alfonso XII, respondió también al gran susto con este telegrama desde París, sembrado de inquietud: «Mi muy querido hijo: En el momento de recibir tu telegrama, que creía un recuerdo al que iba a contestar llena de satisfacción, recibo el despacho del embajador que me da a conocer el infame atentado de que has sido objeto y del que Dios y la Virgen te han librado. Así principiaron ellos conmigo, cuando débil mujer no podía hacer lo que debes tú hacer por el trono, el país y las instituciones. Doy mil gracias a Dios, querido hijo, y cree bien que a todas horas tu madre piensa en ti. Te abrazo de todo corazón».
Ejecución a garrote vil
El regicida era Juan Oliva Moncasi, de veintitrés años y natural de Tarragona. Mientras su familia creía ingenuamente que había embarcado hacia Orán en busca de trabajo, se hallaba en realidad en Madrid con una pistola Lafaucheux del calibre doce y dos cañones camuflada en el bolsillo, la cual, una vez disparada, nadie fue capaz de encontrar.
Sí pudo requisar la policía el diario que llevaba encima el agresor, donde había escrito poco antes del atentado: «Ya tengo poco que vivir, porque dentro de una hora viene Alfonso y después me condenarán a muerte».
Juan Oliva fue, en efecto, ejecutado a garrote vil el 4 de enero de 1879. De nada sirvieron las súplicas del monarca al presidente Cánovas del Castillo para que el gobierno le conmutase la pena capital. La necesidad de un buen escarmiento pesó más que la piadosa redención en el ánimo soliviantado de jueces y políticos. El rey, según contó Sagasta en las Cortes, se ocupó de conceder una pensión vitalicia, de su propio bolsillo, a la hija del reo de muerte.
Pero el monarca sufrió aún otro gran sobresalto, el 30 de diciembre de 1879, cuando fue víctima de un segundo atentado fallido contra su vida.
De modo que cuando los reyes regresaban a palacio en un faetón con la sola compañía del caballerizo y dos lacayos, a punto de franquear la Puerta del Príncipe, sonaron dos fuertes descargas casi a bocajarro junto a las filas de curiosos congregados allí para vitorearles al paso.
El griterío enmudeció de repente. Un silencio claustral se adueñó de los centenares de testigos, la mayoría de los cuales detuvo su mirada en el carruaje.
Por fortuna, resultó ser un pésimo tirador: una de las balas pasó muy cerca de uno de los lacayos; la otra rozó casi la cabeza de la reina, que se arrojó, gritando despavorida, en brazos de su esposo.
Los guardias que vigilaban la entrada a palacio lograron también en esta ocasión detener al regicida, de quien averiguaron luego su nombre y procedencia: Francisco Otero González, de profesión panadero y natural de la aldea gallega de Santiago de Nantín, en la provincia de Lugo.
Uno de los centinelas le hubiese atravesado con su lanza de no ser por la orden tajante de capturarle vivo para matarlo bien muerto a garrote vil, el 14 de abril de 1880, en el llamado Campo de los Guardias.