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Broodthaers, el artista que creó un museo imaginario

Trescientas obras y un único espíritu provocador e irónico en cada una de ellas. Reflexionó sobre el concepto de arte y jugó un papel fundamental en la segunda mitad del siglo XX. Belga, como Magritte, admiraba a Baudelaire y Mallarmé.
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Trescientas obras y un único espíritu provocador e irónico en cada una de ellas.
Tenía Marcel Brood-thaers cuarenta años clavados cuando se inquirió sobre su papel en la vida y su trabajo: «Me había estado preguntando si yo no podría también vender alguna cosa y así tener algo de éxito. No era bueno en nada... Así que la idea de inventar algo insincero me atravesó de pronto el espíritu y me puso acto seguido a la tarea...» Hasta ese momento era un poeta con desigual (digámoslo así para suavizar) fortuna. Escribía y vendía lo que podía. Malvivía y pasaba demasiadas estrecheces. Hasta que un día dio a la poesía la espalda momentáneamente y se hizo artista. El propietario de la galería Saint Laurent, al enseñarle él unos ejemplares, cincuenta, de una obra que no había vendido y que decidió empalar entre un pegote de yeso le dio la bienvenida al mundo del arte («Pense-Bête», 1964). El creador, belga como Magritte, por quien sintió una confesa admiración hasta el último día de su vida (su producción arranca en el postsurrealismo), no se decidió por la escultura, la pintura, la fotografía, la poesía... Las unió, las combinó e hizo un todo en el que demostró que el arte no tiene una sola cara, sino que nace, crece, se multiplica, se transforma y queda. La literatura y la fotografía que le acompañaron en los primeros días de su trabajo significaron el principio, el punto de partida de su transformación constante, de su re-creación. Es, en palabras del director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, uno de los creadores más importantes e influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Baste si no mirar con detenimiento cada una de las salas que ahora le dedica el centro con más de 300 obras a través de las que se repasan todas sus facetas y que culmina con una de sus piezas maestras, «La salle blanche», 1975, realizada poco antes de su prematuro fallecimiento y que ha llegado a España desde el Pompidou con grandes medidas de seguridad dada su extrema fragilidad. Broodthaers se cuestiona en su discurso la idea de la representación y de la producción y pone en solfa el concepto mismo de museo, de artista y de obra de arte (de ahí el títular de la portada). Desde sus primeras obras, compuestas por cúmulos de mejillones arracimados y por cáscaras de huevo hasta sus obras seminales, la creación de un imponente museo ficticio del que él era director, artista, administrador y artífice máximo, su posición en el mundo del arte es única. Explica Borja-Villel que es necesario situar en su tiempo y su contexto a este creador nacido en 1924 en Bélgica y fallecido en Alemania a los 52 años, en 1976. Tuvo apenas una década y poco más para crear como artista plástico. Y su huella está presente en gran parte del arte conceptual. A través de la irónica mirada de sus ojos hizo el paso de la sociedad de consumo a la de producción. En los sesenta, cuando el pop estaba en su apogeo, «él concibe uno de elementos pre-consumo, con materias primas como el carbón, con las cáscaras de mejillón y las de huevo. Es su respuesta frente a las latas de sopa Campbell que todo lo inundan. En su trabajo está presente de manera constante un elemento de autocrítica que hace que sus obras se muestren en permanente cambio. Seguirá siendo poeta, pero lo será de otra manera, a su modo», explica. Se muestra al tiempo bastante crítico con el pasado colonial de Bélgica, algo que también se ve en esta exposición que ya pasó por el MoMA, aunque no exactamente como está concebida ésta, y que pondrá el broche a este largo periplo en la primavera de 2017 en Dusseldorf.
Además de una gran cantidad de material documental (que merece la pena verse con detenimiento, quizá porque esta exposición necesite de un par de visitas, ya lo advertimos, para no saturarse), la muestra refleja los cambios más notables o las transformaciones más importantes de su quehacer. Así, la parte dedicada al museo imaginario es tan irónica como curiosa (él mismo llega a editar un catálogo en el que anuncia la venta ficticia de éste por quiebra). Cada lugar donde se representó ese imposible centro de arte era distinto. El museo fue su casa y ésta iba cambiando, aunque conservaba la estructura. Nada mejor para reflexionar sobre la industria cultural hoy. Colocó una serie de objetos en una estantería, dibujó la palabra «Museo» en un cristal, se erigió en director, curador y administrador, y envió cartas en las que daba la noticia de su creación. Hubo un discurso, invitados de altura, y prensa, que no era sino el propio Broodthaers haciendo labores de plumilla. Se puede leer la misiva que envió a Joseph Beuys, otro de sus totems, al que llama Wagner, un compositor a quien veneraba, mientras que él se ve como «un simple Offenbach», el artífice de la opereta.
- Meterse en un jardín
«Este museo es una reflexión específica sobre el arte que se expresa a través de un espacio abierto en la calle y cerrado por un jardín», escribió. Las salas del Reina Sofía acogen las diferentes secciones que él ideó: podemos ver sus pinturas literarias, un embalaje en el que se proyectan obras de grandes artistas rodeado de multitud de postales donde se apreacian las mismas, su «Jardín de invierno», lleno de referencias coloniales «y que muestra algo artificial, que está fuera de la sociedad y en la que se escuchan los ecos de las pinturas de gabinete, conláminas de animales en blanco y negro», asegura el director del Reina Sofía, quien añade que ha sido capital exponer de nuevo la obra de Broodthaers (el museo ya la acogió hace dos décadas y la Fundación Tàpies, cuando Borja-Villel era director, también programó al artista) «y revisar su influencia en el arte contemporáneo, que ha sido clave. Ver cómo es su paso de la poesía de sus comienzos a los «décors», pasando por el denominado «Museo de Arte Moderno. Departamento de las águilas», de 1968, en el sentido de poder aprehender a un creador que se reinventa, que es capaz de ir incorporando elementos y que genera un tipo de obras ‘‘in between’’, de ahí la dificultad para exponerla», asegura.
Las proyecciones, que se exhibieron años atrás en una gran muestra, son un elemento omnipresente. Su admiración por Baudelaire y Mallarmé está presente en piezas en las que reutiliza las obras de éstos, las reinterpreta, las revisa y las hace otras. No nos extrañe que en algunas ferias patrias y otras europeas o americanas, los ecos de este creador nacido en el mismo país que Magritte (una de cuyas obras que le homenajea, con la pipa como pretexto, también cuelga de una de las salas), sigan estando absolutamente presentes.

De los cañones a las metralletas

Lo que él mismo denominó como «decours», que se puede traducir como «decorados», está al final de la exposición del Reina Sofía. En la sala dedicada al siglo XIX se ven «objetos de la burguesía de la época, presididos por unos enormes cañones que descansan sobre un suelo de césped artificial», explica Borja-Villel. La perteneciente al XX, contigua, recrea un ambiente más desenfadado donde se palpa la idea de confort en foma de silla de jardín, una sombrilla y una mesa, todo a punto para el relax. De fondo, en la pared, el cañón del XIX ha dado paso a las metralletas del XX. Broodthaers no deja nada a la improvisación. Todo en él tiene un motivo y una razón de ser.
- Dónde: Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid.
- Cuándo: hasta el 9 de enero de 2017.
- Cuánto: de 4 euros (temporal) a 8 euros (general).