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Balenciaga en el Thyssen: Es arte, estúpido

El modisto español es arte. Después de Duchamp, ¿quién se atreve a poner etiquetas a la belleza?
larazon

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El modisto español es arte. Después de Duchamp, ¿quién se atreve a poner etiquetas a la belleza?
Muchas veces he dicho que la democracia española le debía una gran exposición a Cristóbal Balenciaga, entre otras cosas porque la última, por cierto también la primera, celebrada en las salas de la dirección general de BBAA en la planta baja de la Biblioteca Nacional en 1972 tenía como presiente del comité de honor a Carmen Polo de Franco. El cartel de la exposición era una obra de Joan Miró realizada expresamente para la ocasión. Ya ven lo bien que se pactaba en este país al final de la dictadura. Recuerdo una de las veces que mi apasionada impertinencia lo dejó caer en el Reina Sofía, iceberg entonces de la modernidad cultural española, la cara de asombro cuando no de resignación que me ofrecieron antes de sugerir horrorizados «eso es imposible». Aquella exposición era, con pequeños cambios la que Diana Vreeland había comisariado en el Metropolitan de Nueva York. No considero exposición de esta dimensión la realizada en el Palacio Miramar de San Sebastián en 1987 con motivo de celebrarse el cincuenta aniversario de su primera colección en París. Por eso cuando escuché que el Museo del Prado iba por fin a celebrar una exposición del maestro de la costura en su sancta sanctórum sonreí creyendo que este sería el año en el que por fin la cultura, con K mayúscula, daría su brazo a torcer y se colocaría donde amablemente les lleva invitando a que tomen asiento desde hace más de cien años Charles Baudelaire. Motivos políticos inconfesables hicieron imposible el proyecto una vez que Miguel Zugaza volvía a su hermoso Museo de Bellas Artes de Bilbao. Esta racha de mala suerte terminó cuando el Thyssen decidió que ellos sí querían a Balenciaga entre sus obras maestras. La modernidad que le debemos con la llegada de las vanguardias a Madrid hace treinta años se la volveremos a deber ahora cuando se pusieron a considerar que 56 cuadros pueden dialogar con noventa vestidos porque, lo sugiere su comisario, todas son ciento cincuenta obras maestras del arte de todos los tiempos. Al final hemos salido ganando, pues la amabilidad del Museo del Prado se comprometía solo a dejar entrar los vestidos como dejaron entrar las esculturas de Giacometti, nada más. El Thyssen, como exhibe orgulloso Guillermo Solana, se atreve a plantear una exposición ex profeso para que esas dos sensibilidades se encuentren por fin en Madrid.
Solo por ver el «San Sebastián» de El Greco cuando no la «Duquesa de Alba» de Goya merecería la pena ver esta exposición pero, para quien quiera emociones más fuertes, ahí está la posibilidad de disfrutar de las correspondencias, otra vez Baudelaire, entre la exquisitez de la paleta de colores de El Greco, Zurbarán, Goya o Zuloaga y la no menor exquisitez de convertir esos colores en el velo que envuelve el cuerpo de una mujer. Dice Solana que el Prado suscribe la exposición por cuanto presta catorce de sus obras. Gracias. Como decía Malraux el arte está en el «museo imaginario». Ese que por unos meses nos permitirá a todos los mortales ver las mismas cosas que vio en casa de la marquesa de Casa Torres aquel niño de 12 años que entre sus cuadros quiso ser modisto. Solo falta en la exposición un traje que no ha podido venir –se lo regaló Balenciaga a Givenchy y este a la Fundación Balenciaga– y solo un cuadro. ¿«Las Hilanderas»? He propuesto el «Hipómenes y Atalanta» de Guido Reni que guardan en el Prado. Pero sabiamente Eloy Martínez de la Pera me ha corregido. Pintura española, solo pintura española. Lo he dejado explicándole a Suzy Menkes lo que la moda no comprende, Balenciaga es Arte. Después de Duchamp, ¿quién se atreve a ponerle etiquetas a la belleza? El osado Marsias que lo haga se las verá con Apolo.

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