Literatura

Cádiz

Carlos Edmundo de Ory: «He vivido sin conocer el sentimiento de patria, ni el de profesión»

Una minuciosa biografía se acerca a la inclasificable personalidad del intelectual y poeta, un bohemio diletante, revolucionario y máximo exponente del Postismo.

Foto: Javier Fdez.-Largo
Foto: Javier Fdez.-Largolarazon

Una minuciosa biografía se acerca a la inclasificable personalidad del intelectual y poeta, un bohemio diletante, revolucionario y máximo exponente del Postismo.

Resulta asombroso que en la dura postguerra española aparecieran grupos de artistas, escritores, pintores o cineastas decididos a recuperar la tradición vanguardista anterior a la contienda civil. En poesía, al margen de la deriva existencialista de «Hijos de la ira» (1944), de Dámaso Alonso, el clasicismo garcilasista de José García Nieto, la espiritualidad humanista de José Luis Hidalgo, el realismo social de la revista leonesa «Espadaña» o el idealismo neoplatónico de Leopoldo Panero, surgirá en Madrid, en 1945, el Postismo –posterior a todos los «ismos», se pretende–, un movimiento que defiende el protagonismo expresivo del subconsciente, el triunfo de la irracionalidad, la transgresión de las convenciones sociales, la festiva experimentación lingüística, una desinhibida comicidad y un furibundo antiacademicismo. En el segundo maniesto postista, publicado en 1946 en la madrileña revista «La Estafeta Literaria» se proclamaba que «... del Surrealismo nace hoy en España, única esperanza y suma liberación de este pobre mundo de cotorras cantantes, pintamonas y pensadores breves, el Postismo». La sombra de Lorca, Dalí y Buñuel era alargada y nombres hoy relativamente olvidados como Gabino Alejandro Carriedo, Silvano Sernesi o Eduardo Chicharro, y otros más reconocidos como Miguel Labordeta, Juan Eduardo Cirlot, Gloria Fuertes y Fernando Arrabal, encarnarían en un momento u otro de esta rupturista estética la voluntad de convulsionar el oficialismo cultural de una época oscura y afligida. De entre el embrionario grupo fundacional sobresale la fuerte personalidad literaria de Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923 - Thézy-Glimont, Francia, 2010), de quien el poeta y profesor de Literatura José Manuel García Gil (Cádiz, 1965) ha escrito una extensa y minuciosa semblanza, «Prender con keroseno el pasado. Una biografía de Carlos Edmundo de Ory», un ambicioso trabajo con el que, tras cinco años de entregada dedicación, ha obtenido el último Premio de Biografías Domínguez Ortiz.

Indolente y greñudo

El ocurrente título del libro procede de un «aerolito» del biografiado, uno de sus ingeniosos aforismos que se refiere en este caso al combustible que, en tiempos de conocida penuria, sustituía a la gasolina y aquí alumbra metafóricamente toda una vida. Tan interesante como su obra, la personalidad literaria de Carlos Edmundo de Ory es fruto de la autoconstrucción de un personaje poético, de su esfuerzo por vivir bajo una fundamental irreverencia contestaria, un bohemio credo íntimo, una idiosincrática rebeldía y la insobornable defensa de una estética vanguardista y heterodoxa. Su propia iconografía remite a la convencional imagen del bohemio diletante, un punto indolente, de greñudo semblante y despreocupada actitud. Más allá de tópicas figuraciones, hallamos al escritor rigurosamente comprometido con la composición de su obra, al corriente de las cambiantes formulaciones artísticas de su tiempo, obsesionado con una poética de la irrealidad y claro postulante de una deshumanización expresiva que no está reñida con la entrañable sentimentalidad. Esta biografía se basa, aparte de en el minucioso estudio de su obra, en testimonios directos de familiares y amigos, una ingente correspondencia personal, la selecta bibliografía crítica y un conjunto de diarios íntimos inéditos o publicados. El resultado es un formidable asedio a una vida un tanto desconocida o, al menos, no sistematizada en un riguroso trabajo de confrontación de datos, análisis de referencias, clarificación de conceptos y desarrollo de conclusiones. Hijo del poeta modernista Edmundo de Ory, el acomodado ambiente hogareño –no exento de tensiones conyugales– y la deriva literaria del padre le sumergirán tempranamente en una impresionante biblioteca familiar. Niño enfermizo, hipersensible y ansioso, la áspera relación con su adusta madre solo se restañará mucho tiempo después. Durante la Guerra Civil española el adolescente Carlos experimentará, bajo el influjo moral del príncipe Mishkin, el inolvidble protagonista de «El idiota» de Dostoievski, su primera crisis espiritual que desembocará, ya en los años 50, en su paródico y contradictorio sentido religioso: «Soy ateo y religioso. Y más ateo que religioso. Y más religioso que ateo» (pág. 40). Y por esta misma época, en anotación en su diario de 20 de abril de 1954, identificará claramente su vital desarraigo identitario: «He vivido siempre como un animal romántico sin conocer el sentimiento de patria, el sentimiento de familia ni el sentimiento de profesión».

Fascinante personalidad

Estas páginas recorren concienzudamente diversos amoríos y enamoramientos del poeta, destacando su relación con tres mujeres: su prima Emilia Palomo, una impactante relación sentimental; Denise Breuilh, a quien conocerá en su primer viaje a París y con la que se casará –esa boda «a la que asistí forzosamente», señala jocoso Ory–, y su segunda esposa y último amor, Laura Lachéroy, que «lo rescató de la nostalgia en la que había caído en la etapa de madurez» (pág. 18). Pero son los amigos, poetas de su generación, compañeros de viaje literario quienes reflejan aquí mejor su fascinante personalidad. Comenzando por un magistral y pontificante Eugenio d’Ors, que tan decisivamente ayudaría al incipiente Postismo: «A los cuatro meses de nacer nuestro engendro, ya nos estaba dando el espaldarazo» (pág. 131); y siguiendo por el elegante y exquisito Eduardo Chicharro, con quien nuestro poeta compartiría el Madrid de los primeros años 40 y su ambiente de frías pensiones, desabridos cafés y hoscos foros ateneísticos; Silvano Sernesi, rico y aristocratizante, que motejaba a Ory y Chicharro de «compañeros espectrales, y pálidos, y etéreos...»; el culto, selecto, susceptible e inteligente Juan Eduardo Cirlot con quien, entre extravagancias compartidas y disparates variados, entablará una nutrida correspondencia literaria de gran valor teórico-estético; y, tan distintos entre sí, Ignacio Aldecoa, que destaca como amigo que ilumina derivas artísticas, compadre de callejeos tabernarios, testigo de complicidades bohemias; sin olvidar a un entusiasta Ángel Crespo, con el que mantendría discrepancias que el tiempo iría diluyendo, o a Gloria Fuertes, quien le dedicaría estos admirados versos: «Es de Ory el apellido / y es de oro el corazón. / Es de artista su aventura / y es de poeta su voz» (pág. 98), a los que, cariñoso, respondería así su amigo: «Gloria una tardetarde... / Salí de Cádiz perdido / ¿Iba buscándote, acaso / lleno de lirios? / Salí de Cádiz, dejé / un mar niño, / una luna solemne / cuajada de suspiros. / Iba buscándote, iba / buscándote pálido y tímido» (pág. 98).

En 1970, Félix Grande publica, en colaboración con el propio autor la antología «Poesía» (1945-1969), un volumen que contribuye decisivamente al reconocimiento de la lírica de Ory, y que recorre su más representativa etapa poética, donde enlaza con el surrealismo primigenio de Paul Éluard o André Breton, y al final de la cual crea el APO (Atelier de Poésie Ouverte), una colectiva iniciativa de experimentación formal y temática. A partir de aquí se suceden poemarios que incentivarán la cosmogonía telúrica de un visionario mundo irracional, siempre bajo un criterio vulnerador de toda lógica, indagando en un concepto esencialmente vanguardista de la vida y la realidad: «Técnica y llanto» (1971), «Metanoia» (1978), «Soneto vivo» (1988) y «Melos melancolía» (1999). Cabe recordar que fue también un notable narrador, como lo demuestran las colecciones de cuentos «Kikirikí Mangó» (1954) y «Basuras» (1975), así como una novela, «Mephiboseph en Onou» (1974); una prosa que en algún momento recuerda la escritura automática del surrealismo clásico, sin caer en una radical descontextualización sintáctica.

Otro buen amigo suyo, José Manuel Caballero Bonald, lo evoca con certera mirada en su reciente «Examen de ingenios»: «Carlos Edmundo de Ory es en sentido literal un arquetipo. Su obra supone un notable ejemplo de vitalidad creadora, de estrategia independiente frente a cualquier precepto literario de curso legal, defendiendo en todo momento lo que el ejercicio de la literatura tiene de aventura, de peligro indagatorio, de búsqueda de normativas no coincidentes con los patrones de la más habitual divulgación». Esta biografía de José Manuel García Gil prueba que nuestro poeta, a la manera de Kafka, había llegado a ser todo él pura literatura, mostrándonos a través de viajes, amores, poemas, peripecias y extravagancias, heterodoxias y rebeldías, la personalidad profunda de un creador inimitable y el carácter de una revolucionaria estética.