Catalina la Grande, la reina tirana que presumía de amantes
Tras la muerte de su marido, el zar Pedro III se encargó de hacer de Rusia un imperio universal
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Tras la muerte de su marido, el zar Pedro III se encargó de hacer de Rusia un imperio universal.
Casi parecía una tradición que a un Pedro, zar de los Romanov, le sucediera una Catalina que, como esposa abnegada, asumiera también junto al luto por la ausencia del monarca la pesada carga de dirigir el Estado. En el caso de Catalina II, la emperatriz que reinó tres décadas sobre un vasto imperio que contribuyó a engrandecer de mar a mar, las cosas se podría decir que no fueron exactamente así o como al menos mandaba la tradición y quería la propaganda. Pero su obra de gobierno vino a justificar completamente la vida y obra de esta soberana, emperatriz y autócrata de toda Rusia, como rezaba la titulatura imperial heredada del mundo bizantino, y que hacen de ella una más de la lista de siete soberanos que forjaron un imperio universal.
Con ella se culminaba la antigua ideología imperial que estilizaba a Moscú como la «Tercera Roma», que después de la caída de la Segunda, Constantinopla, la ciudad por la que Constantino cambió la Roma eterna para darle un milenio más de vida. Porque Moscú se perfilaba como la guardiana de las esencias del mundo ortodoxo, después del fin de Bizancio, y finalmente se convertía en la prolongación de Roma en el Siglo de las Luces, un imperio autocrático pero ilustrado, bajo la égida de una emperatriz que extendía sus dominios desde las riberas del Báltico hasta el Pacífico, desde el Ucrania a las estepas de Eurasia.
Pero Catalina no fue llamada «grande» solo por la política exterior, sino por la modernización del país y las obras culturales. Es de recordar, por ejemplo, su amistad con los enciclopedistas franceses, el despegue de la música y la literatura rusas o la creación de las magníficas colecciones del museo actualmente llamado Hermitage en San Petersburgo, como muestra de algunos de sus logros.
Nacida en Stettin, Prusia (actualmente Polonia), el 2 de mayo de 1729, Catalina no era rusa sino una aristócrata alemana de categoría menor, de nombre Sofía. Ella tuvo la fortuna de ser elegida como la futura esposa del Gran Duque Pedro, futuro zar Pedro III, gracias a las hábiles gestiones del rey de Prusia, Federico II el Grande, con el fin de afianzar los lazos de amistad y diplomacia entre ambas cortes. Catalina y Pedro se casaron en San Petersburgo en 1745 y la princesa alemana, de familia luterana tradicional, tuvo que convertirse a la ortodoxia el nuevo nombre de Catalina a la fe ortodoxa y aprender ruso a marchas forzadas para realizar la prodigiosa transformación que la llevó a encarnar el papel de la emperatriz que llegó a amar profundamente a su nueva patria y a redimirla como gran imperio universal.
Su matrimonio resultó un fracaso por diversas causas, pero esto a la postre favoreció su independencia, ya que Pedro, involucrado en una desafortunada intervención rusa en un conflicto germano-danés, acabó perdiendo el trono y la vida. En enero de 1762 fue coronado Pedro III y el 13 de julio una pequeña revolución llevó a la Guardia Imperial a deponerlo proclamando a su esposa como gobernante: poco después Pedro fue asesinado por uno de los conspiradores, con la mano de su esposa Catalina, según algunos historiadores, actuando acaso por detrás.
La «Semiramis del Norte»
Tomó entonces plenos poderes una mujer excepcional, empeñada en cumplir lo que entendía como su misión histórica, inspirada en Pedro el Grande y en la vieja Rus kievana heredera de Bizancio: el engrandecimiento de Rusia, hasta entonces una potencia media y marginal, a caballo entre Europa y Asia, hasta hacerla avanzar desde su situación de entonces, aún casi feudal, creando un imperio universal y una potencia digna de medirse con Prusia, Austria, Francia o Inglaterra en el siglo XVIII.
Para ello se rodeó de intelectuales, importó científicos y arquitectos, intentó crear un código con las ideas de Montesquieu para reformar el Estado y cambiar la situación del campesinado. Fue estimada en toda la docta Europa como una mujer inteligente y una gobernante que hacía honor a la larga tradición de mujeres poderosas del mundo antiguo. Si su querido amigo Voltaire la llamó la «Semíramis del Norte» otros la compararon con Zenobia o con las poderosas emperatrices bizantinas, como Irene, que rigieron con mano firme el imperio. Sus amistades con los ilustrados franceses y la forma en que hizo de su corte un polo de atracción para científicos y literatos la convierten seguramente en la viva encarnación del ideal del despotismo ilustrado.
Y ello porque, pese a su fervor por las ideas afrancesadas, tuvo buen cuidado de conjurar el influjo de los aires revolucionarios –véase la sublevación de Pugachov o el manifiesto anti-absolutista de Radischev (1790)– regulando la jerarquía social mediante decretos y medidas de estratificación social, como las cartas a los nobles y señores del pueblo de 1785, concediendo derechos y privilegios a los aristócratas.