«Caso Murer: el carnicero de Vilnius»: Austria, patria maldita
Dirección y guión: Christian Frosch. Intérpretes: Karl Fischer, Alexandre E. Fenno, Melita Jurisic, Ursula Ofner, Roland Jaeger. Austria-Luxemburgo, 2018. Duración: 110 minutos. Drama.
En «Plaza de los héroes», su última y polémica obra de teatro, Thomas Bernhard le hacía exclamar a su protagonista, un anciano repatriado judío: «Austria mismo no es más que un escenario/ en el que todo es desorden y putrefacción y degradación/ un elenco que se odia a sí mismo/de seis millones y medio de abandonados». Sabemos de la democrática misantropía del autor de «Extinción», pero si hay algo que incendiaba su espíritu era hablar de su patria, a la que consideraba presa de un pasado nacionalsocialista. Austria nunca quiso o supo negociar con ese pasado, como demuestra el hecho de que Kurt Waldheim, nazi hasta la médula, fuera presidente del país desde 1986 hasta 1992. Es inevitable pensar en él durante el visionado del «Caso Murer: El carnicero de Vilnius», minuciosa reconstrucción del juicio a Franz Murer, máximo responsable del ghetto de Vilnius, oficial de la SS y asesino a sangre fría de miles de judíos, celebrado en Graz en 1963. La película de Christian Frosch levanta acta sumarial de la indiferencia de casi todos los miembros del jurado ante las atrocidades cometidas por semejante monstruo, de las intrigas políticas que lo protegieron, de los desgarradores testimonios de las víctimas de su ignominia. Suerte de contraplano telefílmico de «¿Vencedores o vencidos?», el filme funciona mejor como documento didáctico sobre las dificultades de un pueblo para asumir su responsabilidad moral que en términos cinematográficos. El maniqueísmo se adueña de la interpretación de los actores y de la caracterización de algunos villanos, Frosch decide filmar algunos segmentos del juicio con zooms disonantes y una cámara en exceso nerviosa, pero ante las asperezas del conjunto permanece el valor de constatar hasta qué punto la Historia de nuestra desunida Europa se asienta en el cáncer del fascismo, que sigue vivo cada vez que vemos un telediario o recordamos que, en lo que a Austria se refiere, es posible que Bernhard tuviera razón.