Ken Loach, siempre la misma historia
Deja en el Festival de Cannes la puerta abierta a su retirada. El director más seleccionado en este festival presentó ayer a concurso «Jimmy's Hall», que no añade nada a su discurso. En el extremo opuesto estuvo «Mommy», una apuesta fascinante del canadiense Xavier Dolan
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Ken Loach volvió a demostrar en Cannes que es un valor seguro con su cine de denuncia social
Ken Loach se retira del cine de ficción. O eso creyó hace un par de años, cuando empezó a circular el rumor. Es posible que pensara que ya había dicho todo lo que tenía que decir, y le damos la razón. Lleva veinte años haciendo la misma película. Sin embargo, ayer se desmintió a sí mismo: «Lo dije en un momento en que no sabía si iba a poder subir la montaña que tenía ante mí. Pero al final lo hice. Quizá pueda rodar otra película pequeña. La verdad es que es un trabajo muy difícil de dejar». Si al final se retira, ostenta un récord honorable: es el cineasta que más veces (doce) ha sido seleccionado a competición en Cannes. Tiene una Palma de Oro, tres premios del jurado, dos de la crítica, un premio al mejor guión... Puede despedirse tranquilo. «Jimmy's Hall» no añade nada que no hayamos visto otras veces a su discurso autoral, es tan didáctica y maniquea como el resto de su filmografía. Ninguna queja: la Prensa, por costumbre o por respeto, sigue aplaudiéndole a rabiar.
Sentimiento solidario
Suerte de secuela de «El viento que agita la cebada» («aquella era una historia épica, ésta es la historia de un microcosmos», explicó el británico), la película sigue a rajatabla la fórmula narrativa que Loach y su guionista habitual, Paul Laverty, han pulido a lo largo de los años: el héroe proletario y/o de izquierdas que lucha contra el sistema (en este caso, la Iglesia y los terratenientes pro ocupación británica de Irlanda), celebrando la victoria moral que supone haber conseguido despertar el sentimiento solidario de toda la comunidad. Es tal la solidez de la plantilla que quien haya seguido la carrera de Loach podrá entretenerse adivinando los pasos que da el relato.
Jimmy vuelve de su exilio estadounidense diez años después de que tuviera que salir pies por pies huyendo de la guerra civil. Hay un Gobierno conciliador pero las esperanzas de paz aún no han cuajado del todo. La gente joven echa de menos un lugar de reunión, una especie de paraíso terrenal donde la comunidad pueda compartir clases de baile y de pintura, pueda discutir los problemas sociales que les conciernen, ese espacio utópico de la izquierda por el que Loach sigue apostando, y que considera «capital» para que «exista la disidencia. Es un espacio seguro que representa la libertad de conciencia». Pensar que ese lugar es posible es pensar, como los hermanos Dardenne, que la solidaridad tiene futuro. Someter esa utopía a los dictámenes de un programa protagonizado por buenos y malos, que necesita una historia de amor metida con calzador sí o sí, es doblegarse a otro sistema. Es en esa contradicción que el cine de Ken Loach sigue encallado, víctima de una paradoja de la que ni siquiera parece darse cuenta. No se nos escapa el alcance contemporáneo de «Jimmy's Hall». En verdad las cosas no han cambiado tanto, y por eso Loach sitúa el filme en la Irlanda de los años treinta, con los jóvenes quejándose del paro, y con un héroe que vuelve de otro país en bancarrota.
El «hoolingan» con corazón
«Creo que la situación actual en Irlanda es la misma que se da en otras naciones europeas», admitió Loach. «Todos estamos en manos del neoliberalismo. Si estuviera vivo, Jimmy atacaría a las grandes corporaciones que lo controlan todo. Es allí donde la lucha debe tener lugar. La derecha es hoy muy peligrosa. Tenemos que conseguir una unidad de la izquierda real para confrontar a las grandes compañías que controlan todo. Algo que está más allá de la democracia», aseguraba ayer. No es casual que a Jimmy se le permita soltar un discurso sobre la necesidad de mirar hacia adelante en tiempos de crisis que podría convencer a más de uno para votar por la izquierda en las elecciones europeas. Qué pena que las buenas intenciones estén envueltas en un celofán tan viejo.
Ante la veteranía de Loach, el arrojo del debutante: Xavier Dolan, 25 años y su primer filme a competición en Cannes (el anterior estuvo en Venecia, los otros tres en secciones paralelas). A los 19 ya se paseaba por la Quincena de Realizadores con «Yo maté a mi madre». «Cuando escribo una película, ya tengo hecho el tráiler», confesó en rueda de Prensa. Cinco títulos en seis años. ¿Impaciente compulsivo o con el síndrome TDA? El adolescente de «Mommy» padece esa enfermedad, y su madre viuda debe hacerse cargo de él después de que le expulsen de un centro de acogida. ¿Materia prima de melodrama de sobremesa? No han visto, lectores, ni cómo es la madre (una fuerza de la naturaleza, una cuarentona exuberante y gritona, una folclórica en toda regla) ni cómo es el hijo (un «hooligan» siempre a punto de estallar pero con el corazón de oro) ni cómo es la vecina de enfrente (una maestra tartamuda con trauma familiar incorporado) ni cómo es el conmovedor triángulo de afectos y dependencias que construyen al alimón. A Xavier Dolan le gusta mucho el cine de Gus Van Sant, pero su película favorita es «Titanic», que ha visto más de treinta veces. Con semejantes referencias, nadie diría que «Mommy» parezca una mezcla del Cassavetes más histérico y el Almodóvar más poético. O viceversa. Da la impresión de que Dolan quiere encajar todas sus ideas, a menudo frescas y creativas, en una sola película, como si le fuera la vida en ello. Las dos horas y cuarto de metraje de «Mommy» son, en realidad, una sucesión de clímax que, a pesar de sus excesos, se pegan a la piel del espectador y retratan las paradojas de la maternidad con tanta originalidad como falta de contención.
Una de las extravagancias de la fascinante película de Dolan –además de una sesión de karaoke con el «Vivo per lei» de Andrea Bocelli– es el formato 1:1 en que la ha rodado que, según él, hace que «la visión del espectador sea secuestrada por la mirada del personaje», y que refleja la burbuja en la que viven éstos, que ocasionalmente se expande a pantalla completa cuando el protagonista se libera de su estado de agitación, o el relato le proyecta en el tiempo en un precioso «flash-forward». Es el tipo de ocurrencia por la que sólo un cineasta con talento habría apostado tan a fondo.
Marc Recha y la destrucción de Sarajevo
La 67 edición del festival de Cannes ha consagrado una parte de sus sesiones especiales a explorar cómo el presente es capaz de documentarse a sí mismo buscando una urgente perspectiva histórica. Documentales como «Eau Argentée: Syrie Auto-Portrait», en el que se recogen imágenes inéditas del conflicto sirio grabadas en distintos formatos domésticos, y «Maïdan», donde el cineasta Sergei Loznitsa hace la crónica de la revolución que acabó con el régimen prorruso de Yanukovitch en Ucrania, han demostrado sobradamente que el cine puede responder a las exigencias políticas del aquí y ahora mismo. Con motivo del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial en Sarajevo (la cinta se estrenará allí en el festival de cine de la ciudad el próximo 27 de junio), «Los puentes de Sarajevo» amplía, como película-ómnibus que reúne el trabajo de trece directores de muy distinto calado (los episodios de Godard y el rumano Cristu Puiu son lo mejor de la selección), esa mirada escrutadora a una ciudad que sirve como símbolo de una Europa menos comunitaria de lo que pretende aparentar.
La película, comisionada por el crítico francés Jean Michel Frodon, cuenta entre su reparto de cineastas con el catalán Marc Recha, que, después de seis años de silencio cinematográficamente hablando, retoma el aliento documental de títulos como «Dies d'agost» en un corto que evoca la destrucción de Sarajevo a través de la palabra, coagulada sobre una visión limpia, no contaminada, de la ciudad tal y como se nos ofrece en su estado actual. Dos hermanos, inmigrantes y residentes en la ciudad de Banyoles, contrastan su experiencia del desastre (uno de ellos lo vivió en carne viva, el otro ofrece su testimonio por lo que le cuentan) en una crónica diferida, que emociona por lo que tiene de elogio de la Historia como relato oral.