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Cuando Trump tomó una copa con Lincoln y Cía

larazon

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Llegará el día, no muy lejano, en el que el presidente Trump (45º de una estirpe que ya no sabemos si reconocerían los padres fundadores de Filadelfia) gobernará a golpe de anécdotas más que decretos. Resulta curiosa la cacería contra las presuntas «fake news» en un hombre que ha hecho de cualquier noticia posible en torno a él un titular de periódico serio en vez de semanario de humor. Véase si no su extraño noviazgo con Kim Jong-un o, hace unos días, la delirante visita ¿institucional? del rapero Kanye West al Despacho Oval. Todo más propio de Neverland (el rancho kitch de Jackson) que de la Casa Blanca. Pero quizás sea eso lo que quiere Trump: que la anécdota ocupe el lugar del mensaje y ser él, por encima de todo, el marido en la boda y el muerto en el entierro. ¿Narcisismo? No hay duda. ¿Megalomanía? Probablemente. Miren si no la última del presidente: colgar en su despacho un cuadro con grandes glorias (la mayoría muertas) del partido republicano y la presidencia de Estados Unidos. Fueron los telespectadores de la CBS quienes descubrieron de pasada el «pastel» al inicio de una larga entrevista con la cadena de televisión. Ahí, al fondo, estaba el lienzo susodicho y, por supuesto, ardió Twitter como una nueva Troya. La obra en sí se llama «The Republican Club», la pintó un tal Andy Thomas, autor de querencias historicistas, batallas de la Guerra de Secesión y momentos estelares del país. Al parecer, un congresista se la regaló a Trump y el presidente (que ya se ha visto en otros «collages» de órdago, como en «Los Simpsons» varias veces y hasta en «El príncipe de Bel Air») no perdió tiempo en colgarlo a su vera. Lo más curioso es la compañía: leyendas como Abraham Lincoln (el libertador de los negros, cara a cara con el presunto amigo del KKK) y Eisenhower; malas compañías como Nixon o los belicosos Bush; y por supuesto el mediático Reagan y aquel Theodore Roosevelt que nos ganó Cuba y Filipinas. Todos departen en torno a una mesa, con el mejor de sus aspectos, la sonrisa en la cara, como narrándose sus batallitas. Conviene decir que el señor Thomas (que pintó un cuadro semejante con Obama junto a glorias demócratas sin que éste trascendiera lo más mínimo) es el primer sorprendido por la llegada de su cuadro al Despacho Oval. Y conviene por último recordar, pues dice mucho del presidente, su polémica con el Guggenheim en enero: Trump y Melania pidieron a la institución que les regalara por la cara un valiosísimo Van Gogh («Paisaje con nieve») y ésta, con todo su recochineo neoyorquino, les ofreció a cambio un váter de oro llamado «América» de Maurizio Cattelan. A falta de Van Gogh, parece que Trump, cada día más consciente de su papel estrictamente pop en la historia de América, ha encontrado la obra maestra que andaba buscando.