David Lynch: «Queridos papá y mamá, no veáis mi película»
A medio camino entre la biografía y las memorias, «Espacio para soñar» nos adentra en la vida y obsesiones del inclasificable creador de «Twin Peaks», que después de su primer filme, «Cabeza borradora», escribió a sus progenitores una carta en que la que les rogaba que no dijeran a nadie que la había hecho él.
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A medio camino entre la biografía y las memorias, «Espacio para soñar» nos adentra en la vida y obsesiones del inclasificable creador de «Twin Peaks», que después de su primer filme, «Cabeza borradora», escribió a sus progenitores una carta en que la que les rogaba que no dijeran a nadie que la había hecho él.
David Lynch lo acompaña un aura de indescifrable. A él y a su cine. El lego se acerca a sus películas con cautela reverencial, sugestionado por lo que le han dicho y lo que ha leído, por su fama de inasible, esperando quizá una revelación de aquellas películas que, vistas en fotogramas, invitan a sospechar enigmas insolubles. Hasta la propia apariencia de Lynch en las fotografías («la mejor cara de póker del mundo», según un amigo), con ese peinado tan característico e inmediatamente reconocible, hace pensar que, acercándonos a él, entramos en «terra ignota». Muchos salen cautivados; otros decepcionados; la mayoría, intrigados, para bien o para mal. Cuando a William Faulkner le preguntaron qué había que hacer si, una vez leído un libro suyo (pongamos «El ruido y la furia») no se había entendido nada, respondió sencillamente: «Leerlo otra vez». Lo mismo vale para Lynch. Verlo una y otra vez hasta, como sucede con Faulkner, entender que la prosodia es más importante a veces que la narración, que la fascinación incluso dentro de la incomprensión es ya de por sí un activo del arte con mayúsculas. No hace falta saber exactamente qué sucedió con Laura Palmer ni a dónde llegan todas las carreteras perdidas del cine de este norteamericano atípico. Simplemente, disfruten del viaje.
Pero quienes busquen claves del hombre y su obra tienen en las 700 páginas de «Espacio para soñar» un buen condimento. Recién publicada por Reservoir Books, no se trata de una biografía al uso sobre David Lynch. Tampoco de unas memorias. Hubiera sido demasiado sencillo lo uno o lo otro para un tipo tan heterodoxo como el de Montana. Entonces, qué es «Espacio para soñar». Formalmente es ambas cosas, memorias y biografía, un diálogo entre ambas escrito a cuatro manos: Kristine McKenna abre juego con notas biográficas extraídas de datos certeros o testimonios (más de 100) de familiares, amigos, ex mujeres, hijos... Y Lynch replica, niega, corrige o acepta lo ya dicho. A veces, sencillamente, dice «no me acuerdo». «Vivimos en un mundo de opuestos», asegura el director, y eso se refleja en su cine y, cómo no, en este libro-díptico que se complementa y se contrasta en perfecta dualidad.
La piedra angular
«Hay muchas trolas sobre mí, tanto en libros como en internet. Quiero recoger toda la información correcta en un mismo sitio, de manera que si alguien quiere saber algo, puede encontrarlo aquí», afirma Lynch. Eso no significa que todo tenga sentido o que todo, como siempre pasa con la memoria, responda fielmente a los hechos. Pero algo queda, mucho, tras estas 700 páginas. Por ejemplo, la temprana conciencia del joven Lynch, mudado a Idaho con la familia, de que debajo de la «capa reluciente de inocencia y bondad» de aquella América de los 50, aquel mundo ordenado del que participaban unos padres conservadores, se encontraban «fuerzas oscuras». Eso, dice McKenna, «y el encubierto aspecto sexy que impregnaba esos años forman una suerte de piedra angular de su arte». Los ríos subterráneos de Twin Peaks.
Pero Lynch no supo hasta más tarde que sería director de cine. «Las películas no formaban una parte importante de Boise (la localidad de Idaho en la que vivía) en los 50. Recuerdo haber visto “Lo que el viento se llevó’’ en un cine al aire libre, en Camp Lejeune, Carolina del Norte, en un parque segado de manera muy bella». Eso sí, el impacto de uno de aquellos filmes sería indicativo de su vocación: «No me acuerdo de cuándo fue la primera vez que vi “El mago de Oz’’, pero la película se quedó conmigo, en cualquier lugar en el que estuviera. Aunque en eso no estoy solo. Estoy atrapado junto a un montón de gente».
No es difícil, a la luz de su cine, entender la mella que hizo en su conciencia en formación la bizarra aventura de Dorothy. Pero por entonces el joven David solo pensaba en los pinceles. Quería ser artista plástico. Ya pintaba cuando descubrió el potencial del sexo (de la masturbación, dice: «Era como descubrir el fuego»). Lynch se matriculó en un par de escuelas de bellas artes y hasta viajó a Europa con el fin de emular a su artista preferido, Oskar Kokoschka. Pero, a través de la pintura, el cine se abrió paso en su mente. Era 1967 y, aun a pesar de su apariencia rarita, que dormía mucho, vestía de manera extraña y sufría de mal de estómago, tenía, según su amigo Jack Fisk, «una disposición alegre y una personalidad luminosa, pero también se sentía atraído por cosas oscuras».
«Un don concedido del éter»
Un buen día sus pinturas cobraron vida. Así lo narra McKenna: «Mientras pintaba una figura de pie rodeada de follaje de verdes oscuros, oyó lo que se ha descrito como “un pequeño viento’’ y atisbó movimiento en el cuadro. Como un don que le era concedido del éter, la idea de un cuadro en movimiento se hizo más clara en su mente». Era el cine y rápidamente se hizo con una cámara de la que extrajo un par de cortos que le llevaron hasta el American Film Institute Conservatory de Los Ángeles y, con muchas dudas y poco dinero, hasta su debut en el largometraje, la extraña e imprescindible «Cabeza borradora». Hablar de esta cinta es hablar de los miedos y dudas no ya de un artista incipiente sino de un joven que entra en la adultez plagado de incertidumbres. Recién casado de la primera de sus cuatro esposas y con una hija en camino, Lynch –que en «Espacio para soñar» confiesa que «nunca quise casarme, nunca quise tener hijos. Hay que ser egoísta y es algo terrible»– confeccionó en blanco y negro una oda extravagante y surrealista a lo inasible del subconsciente preñada de criaturas disformes y situaciones anómalas. Y, a pesar de lo atípico de su planteamiento (que retrotrae a Buñuel: «Es más buñuelesco que Buñuel», diría alguien), Lynch obró el milagro, que todavía perdura y hace de él uno de los grandes, de encontrar un público donde no lo había.
Fue en las sesiones de medianoche, las mismas que proyectaban las bizarras fantasías de John Waters, por ejemplo, gracias al apoyo de Ben Barenholtz. «Con “Cabeza borradora’’ no vi un centavo, pero me encantaba aquel mundo que había visto», afirma Lynch. Con todo, «Espacio para soñar» proporciona una fotografía de una carta manuscrita en la que el artista muestra sus serias dudas de que aquello pudiera interesar a sus presbiterianos padres: «Querida mamá... y papá, por favor no veáis la película “Cabeza borradora’’ y no le digáis a nadie que la hice yo». Paradójicamente, aquel trabajo de bajo presupuesto le abrió las puertas de un proyecto mucho mayor, «El hombre elefante», una cinta que lo situó con letras de molde en la industria, pero que no evitó que Lynch se «vendiese» a proyectos ajenos. Hasta el día de hoy ha seguido fiel a sus ideas, guiones y estilos personalísimos que, a pesar de lo osado y a menudo críptico, han logrado conectar con grandes masas de audiencia.
Por otra parte, «Espacio para soñar» provee a los fans de Lynch de un rico anecdotario, ya sea en el plano personal, donde vemos su interés por la meditación trascendental (el libro está dedicado a «Su Santidad el Maharishi Mahesh Yogi») o su fulgurante romance con Isabella Rossellini, protagonista de «Terciopelo azul», hasta circunstancias interesantes de sus rodajes o la arqueología de algunos motivos e imágenes de sus filmes. Por ejemplo, asistimos a la mala relación con Anthony Hopkins en «El hombre elefante», que tuvo varios enfrentamientos con aquel chico que había rodado anteriormente una sola película. De hecho, Hopkins trató de apartarlo de la dirección al ver que Lynch se empeñaba en diseñar él mismo las prótesis de John Merrick.
Otra curiosa anécdota es el temprano nacimiento en la mente de Lynch de una de sus imágenes más potentes, la de Ronette Pulaski caminando por las vías del tren en «Twin Peaks». Fue junto a su hermano en Boise, Idaho: «Estábamos en el final de la calle, de noche, y desde la oscuridad –que era tan increíble– surge esta mujer desnuda de piel blanca. Tal vez tuvo que ver con la luz o con la manera en la cual salió de la oscuridad, pero me pareció que su piel era del color de la leche, y su boca estaba ensangrentada. No podía caminar muy bien, parecía bastante maltrecha y estaba completamente desnuda».
En el Ferrari de George Lucas
El arrollador e inesperado éxito de «El hombre elefante» (en la imagen), su cinta más accesible, con la que logró 8 nominaciones al Oscar, puso a Lynch en la diana de los grandes estudios. También George Lucas se fijó en él y lo convocó para ficharle de cara a la tercera entrega de «La guerra de las galaxias». «Cerca de los estudios de Warner Bros había un sitio llamado Egg Company –recuerda el director–. Me dijeron que fuera allí y que me entregarían un sobre con una tarjeta de crédito, una llave, un billete de avión y varias cosas más». Como en un «thriller», Lynch llegó hasta un lugar de San Francisco donde le recibió Lucas, quien no perdió un segundo en atraérselo al proyecto. «Me sentí halagado, pero no sé muy bien por qué fui, ya que “Star Wars” no es mi onda. El caso es que mientras él hablaba yo empecé a sentir dolor de cabeza y la cosa fue a más. Seguimos charlando un rato y después montamos en el Ferrari de George y fuimos a almorzar a un sitio de ensaladas. Para entonces tenía la cabeza a punto de estallar y solo pensaba en largarme de allí». Y le dijo que no a la saga más rentable de la historia. «George Lucas es uno de los grandes creadores; tiene un toque propio y es un ser humano muy especial, aunque yo no me veía metido en “Star Wars”». Sí se embarcó en «Dune», que fue un fracaso total. Pero la relación con el productor de ésta, Dino de Laurentiis, le permitiría afrontar libremente su siguiente trabajo y regresar a un mundo, el del cine independiente y experimental, que ya no abandonaría.