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«Demonios literarios»: el último testimonio de Ana María Matute

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  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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Hasta el final, hasta en la habitación del Hospital de Barcelona en la que falleció, Ana María Matute ha estado trabajando en «Demonios familiares», la que ya será su última novela y que verá la luz el próximo mes de septiembre publicada por Destino, el sello en el que ha editado la práctica totalidad de su obra. La autora ha tenido tiempo de hacer las últimas correcciones y dar el visto bueno a la portada de una obra en la que venía trabajando desde hacía dos años. Calificada por Silvia Sesé, su editora, como «su novela más cernudiana» hasta el punto de empezar el texto con una cita del poeta sevillano, «Demonios familiares» traslada al lector hasta 1936, aunque la autora evitó construir una obra sobre la guerra civil. El conflicto bélico es simplemente un eco en la historia de una joven. Según el editor de Destino, Emili Rosales, el texto está escrito «en el más puro estilo de Matute. En él está su capacidad para transmitir el vértigo, el miedo, la fascinación con un personaje inolvidable».
Siguiendo con la huella de Cernuda, Sesé apuntó ayer que la novela se mueve «entre la realidad y el deseo ante la moralidad». En ese conflicto afectivo vive la protagonista, una mujer joven que se encuentra rodeada de contradicciones psicológicas ante el despertar a la vida. «Es una novela psicológica que ahonda en el corazón de los personajes con sus contradicciones en una mujer que empieza a situarse», dijo Sesé a este diario.
Los dos últimos años de su vida han estado volcados en «Demonios familiares», trabajando en su máquina de escribir en unas páginas que después pasaba a máquina su amiga María Paz Ortuño. Una vez impresas, Matute ha seguido añadiendo y corrigiendo a mano nuevos detalles y matices de este nuevo libro, cuya portada también aprobó. En el hospital, en sus últimos días de vida, ha seguido retocando ese texto. «No te pasaba una. Podía estar cansada, pero siempre conservó un oído finísimo para evitar el lugar común o el adjetivo innecesario. Eso es algo que hacía tanto en su obra literaria, como en los textos de las contraportadas de sus libros o en los empleados para publicidad», rememoró Sesé. Esta precisión incluso la trasladó a la ilustración que el dibujante Albert Asensio ha realizado para un estuche para la edición de sus libros de cuentos. A Matute le gustó la obra acabada, en la que aparece situada en un fantasioso bosque con animales y duendes. Solamente pidió dos detalles: que le dibujaran pendientes para darle un aspecto más femenino, así como calcetines rayados ingleses como los que acostumbraba vestir.
¿Le quedó algo por contar? Sesé echa de menos que no se lanzara a escribir una autobiografía, «pero tenía una delicadeza aristocrática, un ser que no permitía que te azoraras porque siempre tuvo una gran atención hacia los demás. Tal vez por eso no quiso lanzarse a unas memorias». Por su parte, Emili Rosales cree que con Matute desaparece una voz que «tenía la rarísima habilidad de dar una apariencia sencilla a un mundo complejo. Era capaz de expresar con personajes muy cercanos sentimientos de gran profundida», algo que también se podrá encontrar en las páginas de «Demonios familiares». Rosales anunció que la obra de Ana María Matute se seguirá reeditando porque «ella fue capaz de combinar el aprecio de los lectores con el el reconocimiento y elogio de la crítica».

Así arranca la novela inédita de Ana María Matute

«Algunas noches el Coronel oía llorar a un niño en la oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería, puesto que hacía muchos años que en la casa no vivía ningún niño. Solo quedaba, en la mesilla de noche de Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente y errática –quién sabía ya si de Madre o del niño–, flotando en la noche, como una luciérnaga alada. Ahora sus recuerdos, incluso los tenebrosos fantasmas de la campaña de África, se parecían cada día más a desperdicios, lo que queda, migas de pan en el mantel, de un antiguo festín. Pero su memoria recuperaba una y otra vez la imagen de Fermín, su hermano mayor. Encerrado en su marco de terciopelo malva, vestido de marinero, apoyado en un aro de madera, y siempre niño. Como un fantasma recurrente –«qué raro, es mi hermano mayor, pero yo tengo más años que él»–, persistía allí, nadie lo había quitado de la mesilla, ni aun cuando Madre ya no estaba, hacía años que él se había casado, había nacido su hija, y Herminia, su mujer, había muerto».