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Deneuve: «Internet ha matado el misterio de las estrellas»

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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El Festival arranca con una cinta mediocre protagonizada por la intérprete
Es una de las virtudes –que puede convertirse en el peor de los defectos– de los franceses: su dominio de la retórica es capaz de defender lo indefendible de una manera tan seductora que convencerían a un abstemio de beberse una botella XXL de Moët Chandon. La célebre política de los autores propulsada desde Cahiers en la década de los cincuenta basaba parte de su eficacia precisamente en ese control del discurso. Cuando el delegado general y director artístico del certamen Thierry Frémaux anunció el pasado mes de abril el noventa por ciento de la programación, incluida la película que iba a inaugurar la 68 edición del festival de Cannes –la francesa «La cabeza alta», de Emmanuelle Bercot–, en la revista «Variety» le preguntaron si creía que era un título de suficiente envergadura como para dar el pistoletazo de salida. Su respuesta no tiene desperdicio: «Francia acaba de vivir una ola de ataques terroristas en enero, y la pregunta “¿Cómo convivimos?” es más crucial hoy en día que nunca. Los responsables de estos ataques no eran extranjeros, como en el 11-S. Eran franceses, nacidos y criados en Francia. Hay problemas con la educación y la integración social en este país y la película de Bercot los aborda. Trata de los fallos de nuestra sociedad además de la generosidad y del amor, y son temas en los que nos interesaba profundizar». Chapeau, Frémaux.
Relacionar una película tan menor y discutible como «La cabeza alta» con los atentados de «Charlie Hebdo» es, cuando menos, atrevido. Frémaux se ha visto obligado a dar explicaciones porque la elección sonaba a solución de compromiso. Un festival que, en los últimos años, había inaugurado con títulos de la talla de «Medianoche en París», «Moonrise Kingdom» o «El gran Gatsby», merecía mejor suerte. Incluso una película tan mala como «Grace de Mónaco», que arrancó el festival el año pasado, podía tener sentido si la medíamos con el rasero del glamour. Especulando, que es gerundio, podemos pensar que «Mad Max» cayó en el último momento por cuestiones de agenda de promoción o estrategias de los grandes estudios, y que «La cabeza alta» es francesa –en un año en que seha apostado por dar rienda suelta a su chauvinismo: nada menos que cinco películas galas a competición, sin contar los grandes nombres (Garrel, Desplechin) que han acabado recalando en la Quincena de Realizadores–, y además está dirigida por una mujer, distinción en alza desde que hace dos años las feministas se quejaran de que el certamen marginaba a las cineastas.
Sin fronteras
Si, en un alarde de fervor patriótico, la 68 edición del festival de Cannes se convertirá en escaparate de excepción del cine galo, también es cierto que Frémaux ha apostado por una programación de espíritu transnacional, como para que quede claro que hablar de fronteras en el cine contemporáneo es tan absurdo como esperar que una película española que no sea de Almodóvar compita en sección oficial. De los tres títulos que representan Italia, dos («Il racconto di racconti», de Matteo Garone, y «Youth», de Paolo Sorrentino) están rodados en inglés con casting internacional (la primera con Salma Hayek y John C. Reilly, la segunda con Michael Caine y Harvey Keitel). El griego Yorgos Lanthimos debuta también en inglés en «The Lobster», con Rachel Weisz y Colin Farrell, lo mismo que el mexicano Michel Franco en «Chronic», con Tim Roth. Lo que significa que, habiendo sólo dos películas norteamericanas a competición – «The Sea of Trees», de Gus Van Sant, y «Carol», de Todd Haynes–, el cine en Cannes está colonizado por la lengua de Shakespeare.
Lo que decíamos: por mucho que Frémaux haya vendido la moto, la cinta inaugural, al menos en su primer pase de Prensa, ha sido recibida con frialdad e indiferencia. Catherine Deneuve, que encarna a una juez de menores en «La cabeza alta», no dudó en calificarla de «película útil». Es obvio que todos eran fieles a la misma consigna para defender el filme, que cuenta la historia de regeneración de un chico inadaptado desde los seis a los dieciocho años. Deneuve, que aprovechó para quejarse de que las estrellas han desaparecido («una estrella debe retener un cierto halo de misterio, y eso es imposible en esta época dominada por las redes sociales»), asistió a varias audiencias en el tribunal de París «para escuchar y entender el tono que emplean los jueces al dirigirse a estos jóvenes en crisis». A la Deneuve, que se pasa todo el metraje sentada tras una mesa rebosante de expedientes, le resulta muy fácil ser autoritaria, y dejar que en su voz se filtre un timbre de ternura. Después de todo, ella representa la justicia de la República Francesa, a la vez exigente y maternal, frente al caos, afectuoso pero irresponsable, de las clases bajas, que no pueden o no saben educar a sus hijos, víctimas de un sistema que ahora tiene que corregir sus propios errores.
En algo tiene razón Frémaux: «La cabeza alta» está planteada como una película política. Con su pátina de realismo, aparentemente obsesionada con el retrato de los procedimientos judiciales que llevan a Malony (el debutante Rod Paradot) de centro de acogida a centro de rehabilitación y tiro porque me toca, la cinta acaba siendo una mezcla de vídeo institucional y capítulo ficcionalizado de «Hermano mayor», con un espléndido Benoît Magimel como lujoso sustituto de Pablo García Aguado. Todos los implicados en la reeducación de Malony –cuyos repentinos ataques de ira nunca son tratados explícitamente por un psicólogo, algo sorprendente para un relato que pretende ser creíble y verosímil- rebosan abnegación y entrega. A Bercot, que ya había trabajado con la Deneuve en “Elle se’n va”, le sorprendió mucho “la dedicación, la fe y la paciencia del personal que trabaja con estos adolescentes, intentando educarles, calmarles, enfocarles y equilibrarles”. Nadie duda de la profesionalidad de los servicios sociales galos, pero la película insiste tanto en ello, lava tanto su imagen, que no es difícil imaginar al ministro de justicia francés patrocinando su estreno. La benevolencia de ese retrato incluye momentos tan sorprendentes como un masaje facial con crema hidratante para relajar a los internos de un centro de rehabilitación.
No vamos a desvelar aspectos de la trama que resultan básicos para demostrar hasta qué punto los diagnósticos de la película son simplistas o reduccionistas. Malony, a quien le cuesta doce años sentar la cabeza, resistiéndose violentamente a cumplir las normas marcadas por la asistencia social y a la vez mostrando una noble ternura hacia una madre que nunca debería haberlo sido, es el producto de una Francia que, sea bajo el mandato de Sarkozy o Hollande, sigue creyéndose modelo de la libertad, la igualdad y la fraternidad que la Revolución Francesa acuñó como su marca registrada. Menos mal que siempre existirá una novela de Houellebecq que llevarse a los ojos para contrarrestar tanto triunfalismo patriótico y comprobar que ni siquiera en el país vecino, tan orgulloso de sí mismo, no es todo oro lo que reluce.