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«Die soldaten»: Metáfora de la crueldad

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De Bernd Alois Zimmermann. Voces: Pavel Daniluk, Pavel Daniluk, Pavel Daniluk, Pavel Daniluk, Pavel Daniluk, Pavel Daniluk... Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Calixto Bieito. Teatro Real. Madrid, 16-V-2018
Bernd Alois Zimmermann (1928-1970) fue un artista alucinado, depresivo, que acabó suicidándose. «Los soldados» , estrenada en Colonia el 15 de febrero de 1965, es una de las más rompedoras y significativas óperas del siglo XX, que juega con la superposición de acciones paralelas envueltas en un lenguaje entre atonal y serial de gran efectividad y que recoge influencias musicales diversas.
Una de las mayores novedades es la aplicación de un concepto a priori tan escurridizo como el de la esfericidad del tiempo. Zimmermann consideraba que la unidireccionalidad era un mito y que por ello el espacio-tiempo es curvo. Yendo más lejos: el presente no existe, lo que es muy visible precisamente en la música al poder establecer la equivalencia de una sucesión melódica y de lo que podríamos considerar su «congelación» vertical en forma de acorde, según idea expresada y resumida estupendamente por el musicólogo belga Harry Halbreich, desaparecido hace unos meses.
Para servir esos fines Zimmermann ideó una estructura escénica y musical simétrica: cuatro actos divididos en escenas –hasta 17- pobladas de temas, de motivos, de citas, de formas antiguas y clásicas (un poco en la línea del “Wozzeck” de Berg), con la base de un estratégico dodecafonismo, con un despliegue orquestal gigantesco, contrapuntístico, con raros ramalazos líricos y episódicos apuntes jazzísticos; y una escritura vocal de enorme complejidad en la que cabe todo tipo de efectos. Zimmermann dispuso en la partitura todo tipo de cantos y de emisiones: «parlato», recitado, arioso, «sprechgesang», murmullos, gritos, abarcando, según los casos, tesituras extremas, con continuos saltos interválicos.
Desde un punto de vista musical todo funcionó bajo la rectoría despierta, atenta, puntual, precisa de Heras-Casado, que gobernó, con su gesto amplio y contundente, a una gigantesca orquesta de 120 instrumentistas. Los timbres, los múltiples planos, el complicadísimo tejido se perdieron en ocasiones en la compleja maraña al situarse el conjunto, a excepción de unos cuantos timbaleros, en varias plataformas elevadas. La ubicación, prácticamente imposible, en el foso, habría dado seguramente más relieve a los entresijos, a las texturas y a los eventuales solos. Aun así, el resultado global fue formidable y los compases finales, sobre esa brutal nota re de la que habla en su comentario Sánchez Verdú, con ese horrísono climax en el que se superponen videos y grabaciones de distinto tipo, fue espectacular.
Como lo fue la labor del director asistente Vladimir Junyent, situado al borde del escenario frente a los cantantes, que actúan encima del foso y, por tanto, de espaldas a Heras. Todos ellos, dentro de un reparto de 22 elementos, se portaron y defendieron sus cometidos con enorme profesionalidad teniendo en cuenta las dificultades que presenta el pentagrama. Mencionemos al menos a Susanne Elmark, una Marie entregada y buena actriz, esforzada soprano lírica capaz de saltar al sobreagudo con soltura. A su lado, homogéneo y maleable, como siempre, Leigh Melrose, como Stolzius, a quien vimos hace unas semanas en Gloriana. Desportes fue Uwe Sticmás altas. Áspero y opaco, aunque con empaque, Pavel Daniluk como Wesener, padre de Marie. Entonado, como reverendo, el barítono Germán Olvera.
Bieito desarrolla las múltiples acciones en un mismo espacio escénico, delante del enorme andamio metálico, provisto de plataformas que suben y bajan y que sirve de ubicación a la orquesta. La narración, ya de por sí compleja, pierde con ello algo de claridad, sobre todo para quien no conozca un poco la obra. Pero la imaginación del espectador está para algo. Y Bieito siempre busca conectar con ella. Todo parece suceder en la época moderna, si bien, como se sabe, la obra original, de la que partía Zimmermann, se sitúa en el siglo XVIII. Da igual porque lo importante, y eso el director de escena –que no estaba para saludar- lo maneja estupendamente, es poner de relieve cuestiones tan básicas y relevantes en todo tiempo como el sojuzgamiento, la dominación, la rapiña, la explotación sexual, el abuso de poder, la crueldad, el horror. Hay secuencias muy subidas de tono, como la que describen espléndidamente la orgía de la soldadesca. Numerosas proyecciones animan, desde distintas pantallas, la acción y le otorgan su significado, a veces con imágenes producidas en el mismo momento. Entre unas y otras destacan las protagonizadas por una hermosa niña rubia, Marie en sus primeros años, que finalmente, como la adulta, acaba pereciendo.

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