Papel

"Don Juan Tenorio"cumple 175 años acosado por Halloween y el feminismo

Uno de los dibujos de Salvador Dalí para la escenografía de «Don Juan Tenorio», en 1950. Foto: Museo Reina Sofía
Uno de los dibujos de Salvador Dalí para la escenografía de «Don Juan Tenorio», en 1950. Foto: Museo Reina Sofíalarazon

De pequeños, el 1 de noviembre, íbamos a la plaza de los Venerables, frente a la Hostería del Laurel («En ella estáis, caballero») a ver la representación callejera del «Don Juan Tenorio»; de paso, oíamos a la tuna y comprábamos recortes de oblea en las monjas de la Encarnación... Cosas todas que, supongo, hacen de mi infancia sevillana la forja de un casposo fascista. La Hostería del Laurel, emplazamiento inicial de la obra de Zorrilla, es hoy un hotel cuqui de temática donjuanesca, las monjas siguen a lo suyo intramuros y me figuro que el «Tenorio» continúa representándose en las calles de Sevilla. Pero, al igual que en general a nuestro viejo Día de Todos los Santos, al jactancioso Don Juan («por donde quiera que voy/ va el escándalo conmigo») se le multiplican los espectros de la competencia, y es probable que no se halle a su gusto entre tanto Joker, tanto Pennywise y tanta calabaza con que llena Halloween el fin de semana de los difuntos. Si a eso se le suma el gesto torcido de las feministas más acérrimas, que de un tiempo a esta parte ven en el Tenorio al «paciente cero» del machismo patriarcal, encontramos que el burlador de Sevilla va camino de ser una reliquia del pasado y su mensaje moral (pecado-culpa-redención) un texto cifrado e intraducible por las nuevas generaciones que corean el «trick or treat» de Halloween como si hubiesen nacido en Wisconsin. Hoy hace 175 años exactos que nació «Don Juan Tenorio». Bueno, casi. La obra magna de Zorrilla se representó por primera vez en el madrileño Teatro de la Cruz el 28 de marzo de 1844. Fue un fracaso a medias. En cambio, en su reposición el 1 de noviembre de ese año en el Teatro del Príncipe, se trocó en éxito sin paliativos. Y así hasta hoy. A Don Juan no hay que reivindicarlo por mero patrioterismo ni echarlo a pelear chovinísticamente contra las calabazas yanquis. Como Hamlet, como Fausto, es un estereotipo universal, antes y después de Zorrilla. Es el Don Juan de Tirso, de Mozart, Moliére, Goldoni, Byron, Stendhal, Marañón... No es un personaje, es un emblema y un espejo generacional. Por eso tampoco se le puede reducir al machirulo pasivo agresivo de la reciente relectura #MeToo. Ni a Doña Inés sumirla en el pozo del maltrato psicológico o, a las buenas, del rol inferior de la mujer salvadora de hombres descarriados por mera idiocia. En psicología, el donjuanismo es un fenómeno tanto masculino como femenino y, de todos modos, hay tantas lecturas factibles y respetables como lectores y generaciones (incluida, por supuesto, la feminista). La verdadera lástima es que, a este paso, como sucede con los niños que observan las obras bíblicas de El Prado, dentro de poco no habrá manera de entender por qué ese señor hace lo que hace, por qué se busca el castigo que se busca o por qué merece ser salvado, si lo merece. Más sencillo es el «truco o trato» que el «o arráncame el corazón,/o ámame, porque te adoro».