Duchamp, antes de matar a la pintura
Algo tiene de paradójico dedicar una exposición a la obra pictórica de quien durante décadas ha arrastrado, casi como una losa, la acusación de haber «matado a la pintura». Así lo decretó en su momento la intelectualidad de la época y, como un apósito, ese título sigue pegado al nombre de Marcel Duchamp, el mismo que otros muchos consideran el fundador del arte contemporáneo y padre de las vanguardias.
Casi cuarenta años después de la retrospectiva que en 1977 inauguró el Centro Pompidou, el museo parisino vuelve a sus orígenes con una muestra monográfica única que no viajará y que ahonda en el periodo más desconocido de Duchamp. Poco más de una década en la que no sólo coqueteó con los principales movimientos pictóricos sino que los atravesó, libando únicamente su esencia, para rápidamente desprenderse y continuar su búsqueda creativa. «Es el periodo parisino y el más desconocido, justo antes de que se marchara a Estados Unidos, donde su pintura –conservada en el Museo de Arte de Filadelfia– sí es más conocida. Son los años en que Duchamp prepara su «Gran Vidrio», «una de las obras más difíciles del arte del siglo XX», explica a LA RAZON Cécile Debray, comisaria de «Marcel Duchamp. La pintura incluso». Asegura que no se trata de «rehabilitar» a Duchamp como pintor desconocido, olvidado o despreciado, sino mostrar cómo su breve pero intenso paso por la pintura, con curiosidad casi científica, fue decisivo para poder explicar y desentrañar esa gran obra maestra del artista, su «último cuadro», que dejó voluntariamente inacabado en 1923. «Lo que me interesa es dar a conocer y ver lo que significa para Duchamp la pintura, su rechazo y su amor al mismo tiempo».
Porque ahí radica toda la paradoja. ¿Era Marcel Duchamp un iconoclasta o un enamorado de la pintura? La pregunta sirve de arranque a la exposición y su famosa Mona Lisa con bigote y perilla («L.H.O.O.Q»), «ready-made» de 1919 en el que parodia el lienzo de Leonardo da Vinci, para ilustrar tal interrogante. A partir de ahí comienza un recorrido, casi cronológico, en el que a lo largo de ocho secciones se explora el periplo creador del artista francés, ampliamente denostado en su propio país durante mucho tiempo y considerado como propio por Estados Unidos, donde pasó buena parte de su vida. «Entre 1910 y 1923, se codea con todos los movimientos de vanguardia, buscando su propia vía y agotándolos para quedarse con lo que más le interesa», puntualiza la comisaria. Del simbolismo, su pintura casi conceptual; del fauvismo, su relación con el erotismo, omnipresente en la obra «duchampiana», mientras que del cubismo se sentirá seducido por la composición del movimiento y esa suerte de abstracción intelectual que hacen a partir de un motivo. De esa época son «La Novia» («La Mariée», 1912) y «Desnudo bajando una escalera» («Nu desdendant un escalier» nº1 y nº2, de 1911 y 1912), presentes en la exposición. El rechazo de ese cuadro en el Salón de los Independientes de 1911 por sus «amigos y hermanos» cubistas, supondrá un trauma para el artista y, para muchos, su punto de ruptura con la pintura. «Pero paralelamente a su paso por esas corrientes, lo que busca Duchamp es inventar una pintura en adecuación con la sociedad contemporánea, una pintura híper-moderna, que irá a desembocar en el ''Gran vidrio'', un cuadro diagramático, simbólico, con intenciones técnicas y que, en definitiva, es la suma de toda su búsqueda», resume Debray.
Las notas del artista
De hecho, los trazos de su «Novia» cubista son un preludio de la forma definitiva que ésta adoptará en el «Gran Vidrio», bautizada por el artista como «La novia desnudada por sus solteros, incluso». Las formas mecanizadas han hecho desaparecer toda huella de realismo. De algún modo, su experimentación pictórica no sólo explica sino que está recogida en esta obra de gran formato. «El objetivo es mostrar cómo todo ello, siguiendo un proceso de estratificación, se vuelve cada vez más complejo y desemboca en ese cuadro en el que vemos cómo las distintas fuentes de las que bebe se superponen», analiza la comisaria, que, lejos de querer desmentir el carácter controvertido del artista o lo ambiguo de su trabajo, sí pretende completar un retrato a veces desportillado o reductor de Duchamp. Dicho recorrido no sólo ayuda a comprender las fuentes que nutren a Marcel Duchamp sino que construye la iconografía del «Gran Vidrio». «Es una pintura programática, hay un proyecto. Y esa dimensión programática está asociada, además, a un trabajo de escritura, pues la creación del "Gran Vidrio"se acompaña de toda una serie de notas».
Algo tocado tras ser rechazado por sus pares, Duchamp se encierra en el mundo literario. Trabaja como bibliotecario en París y es el momento en que empieza la gestación de dicho cuadro, compilando en una caja («Boîte verte») multitud de anotaciones que el autor quería que se pudiesen consultar al mismo tiempo que se contemplase la obra. «El ''Gran Vidrio'' para los ojos y las notas para los oídos», dijo Duchamp. El resultado, una voz que ininterrumpidamente recita durante una hora esos escritos permitiendo al espectador concentrarse visualmente. «Duchamp quería inventar una obra conceptual, sensual, poética, matemática, geométrica. Imbricar todos los registros abriéndose así al arte contemporáneo. Fue él quien alumbró esa idea de que el arte podía ser totalizador», concluye la comisaria, que sin pestañear sentencia que «hay un antes y un después de Duchamp». Junto al centenar de piezas que se han logrado reunir del artista, la mayoría procedentes de Filadelfia, dialogan sus fuentes inspiradoras. Una selección que ayuda a explicar mejor su evolución creativa. Desde arte popular, a películas eróticas del despertar del siglo XX, imágenes y grabados, pinturas de Cranach «el Viejo», Arnold Böcklin u Odilon Redon, que van depurándose hacia fuentes más conceptuales como libros, máquinas o esbozos de ingeniería. «Era un intelectual y hombre de una extraordinaria inteligencia», remacha la comisaria en un intento de borrar los muchos prejuicios que rodean a la figura de Duchamp, a quien el surrealista André Breton nombró «hombre del siglo XX».
Ante este panorama, podría preguntarse ¿por qué Duchamp quiso matar la pintura? Es más, ¿de verdad pretendió matarla? A estas alturas, la respuesta es tan taxativa como sorprendente: no. No sólo no dejó de creer en ella, sino que no pretendió otra cosa que salvarla y mostrar su hegemonía. Sus dos grandes creaciones, «El Gran Vidrio» (1915-1923) y «Etant Donnés» (1946-1066), constituyen ejercicios titánicos para otorgar a un arte supuestamente inválido y decadente como la pintura un vigor y unas posibilidades desconocidas. Incluso sus «ready-mades» no pueden explicarse si no es desde la perspectiva de esta estrategia encaminada a regalarle nueva vida a la pintura. Así, la exposición en el Pompidou supone un necesario giro en la interpretación de la obra del más grande genio del arte moderno.