El almirante que tenía el viento a su favor
Para los que no navegan es muy difícil comprender cómo se podían gobernar aquellos pesados barcos de vela que, por lo general, se arrastraban sobre la superficie de la mar a golpe de ingenio e intuición, y se hacía casi imposible combatir con ellos. Pero de todo ello le sobraba a Antonio Oquendo, extraordinario marino donostiarra, que aprendido las duras lecciones que siempre da la mar de su padre, otro magnífico hombre de mar, curtido en mil combates junto al más grande, el Marqués de Santa Cruz. Y, posiblemente, le contaría a su hijo cómo juntos lograron derrotar a los turcos otomanos en la batalla de Lepanto; o lo que sería mucho peor, cuando le vio morir a la edad de once años, a su regreso a casa derrotado por las tormentas y la impericia de quien Felipe II puso al mando de la mal llamada Armada Invencible. Por eso, cuando aquella mañana del 12 de junio de 1631 zarpó de Lisboa con rumbo a Brasil en su nuevo galeón, el Santiago, protegiendo a las carabelas portuguesas que transportaban a la infantería de marina española, tras conocer la provocación de los holandeses en tierras brasileñas, solo se trató para él de una travesía más, de otro litigio naval que resolver. Sin embargo, era consciente de que al otro lado del Atlántico le esperaba la fenomenal escuadra del Almirante holandés Adrian Pater, que pretendía expulsar a españoles y portugueses, que por entonces compartíamos imperio, del estado de Pernambuco en Brasil. Sin todavía divisar tierra el marino guipuzcoano fue el primero en ver los palos de los barcos enemigos y en un acto de gran pericia ordenó a los capitanes de las carabelas portuguesas que desembarcasen a la infantería de marina antes de entrar en combate y pudieran servir de refuerzo en tierra. De sobra sabía el veterano almirante que los barcos que tenía a su proa armaban cañones del doble de potencia que los suyos, por lo que su única preocupación consistió en ganar barlovento todo lo que pudo, cazando cabos al máximo y orzando hasta no poder más, lo que le otorgó una privilegiada posición de superioridad sobre la flota enemiga.
Con esa precisa maniobra, los galeones españoles pudieron moverse a su antojo impulsados por un viento franco y estable, mientras que los barcos enemigos solo podían huir o hacer frente en maniobras muy complicadas y de escasa movilidad y eficacia, lo que les dejó al antojo de las descargas de la flota española. Siempre fue esa privilegiada visón de la anticipación lo que le permitió a Oquendo adelantarse en los combates, ganando la superioridad en la mar, algo que solo te otorga tener el viento de tu lado, pues, sin velocidad, los galeones de la época eran torpes trozos de madera expuestos a los enemigos y al capricho de mareas y vientos. Pero este extraordinario marino empezó a navegar en el duro Cantábrico, donde los vientos soplan siempre de forma caprichosa, pues, o lo hacen brutalmente, o a penas las brisas del Este logran que los veleros hagan proa. Por ello, quien aprendió a mover barcos y velas en esas condiciones, cuando alcanzaban las costas bañadas por los constantes vientos Alisios se convertía en un verdadero maestro de la navegación, con una capacidad inusitada para situar sus naves donde sus ojos miraban. La batalla de Pernambuco, o de los Abrojos, termino deformado de «abre los ojos» se dio en un lugar plagado de bajos o escollos; los marinos de antaño marcaban esos lugares como abrolos, o abre los ojos, pues, de no hacerlo, naufragaban con suma facilidad. La gran victoria de Antonio Oquendo en las costas de Brasil en el siglo XVII, a pesar de los más de 580 españoles que fallecieron en el cruel combate, fue un verdadero éxito para la Real Armada Española, pues, la nave capitana holandesa también fue hundida e incendiada con su altanero y prepotente Almirante Pater a bordo de la embarcación.