El artista y su reflejo
Una antología reúne los mejores relatos de espejos de la historia. Con un prólogo de Andrés Ibáñez, que describe la significación de este objeto, se reúnen obras de Poe, Virginia Woolf, Borges, Bioy Casares, Danilo Kis, Chesterton y Marcel Schwob, entre otros escritores.
Una antología reúne los mejores relatos de espejos de la historia. Con un prólogo de Andrés Ibáñez, que describe la significación de este objeto, se reúnen obras de Poe, Virginia Woolf, Borges, Bioy Casares, Danilo Kis, Chesterton y Marcel Schwob, entre otros escritores.
Hay espejos para encontrarse y espejos para perderse; hay espejos que sirven para entrar en otras dimensiones y mundos, y espejos que vaticinan el futuro o revelan nuestros miedos interiores; hay espejos que reflejan la luz y otros que desvelan los enigmas en sombra de nuestra imaginación. Joseph Campbell, con su particular acierto y la característica fascinación que impregna su obra, relataba en «Diosas» la historia de ese joven iniciado que «mira en el interior de un cuenco de metal, como quien se mira en el espejo, mientras a su espalda un asistente sostiene la máscara de un anciano feo y lleno de arrugas. La concavidad del cuenco se ha estudiado y se ha llegado a la conclusión de que si alguien se observase en su interior desde esa posición, no vería su cara, sino la máscara que sostienen a su espalda».
Esta historia, y otras muchas, algunas sorprendentes, otras sobrecogedoras, la mayoría hipnóticas, las recoge Andrés Ibáñez en «A través del espejo», que publica Atalanta. Un conjunto de fábulas, cuentos y descripciones históricas con un protagonista particular y común: el espejo. «Desde la antigüedad este objeto es mágico porque duplica la realidad y nos permite vernos a nosotros mismos. Tiene un significado metafísico. A lo largo de las culturas y las civilizaciones, ha tenido diferentes interpretaciones, porque también está relacionado con las sombras, con la forma en que vemos el mundo, si es real o no. En ocasiones el reflejo parece más real que lo reflejado, un tema vinculado a lo que nos pa-rece real y la realidad de nuestro entorno, dos temas presentes en las filosofías y las religiones. De hecho, las religiones están llenas de espejos».
Fotos y cuadros
El antólogo, cautivado por las bifurcaciones y mitos creados alrededor de las lunas y los cristales, de las piedras pulidas y los reflejos que devuelven las aguas arremansadas, en calma, de los ríos y las pilas, ha investigado la obsesión que han despertado estas superficies desde tiempos inmemoriales, desde el antiguo Egipto hasta hoy, desde Ovidio hasta Rilke, desde fray Bernardino de Sahagún hasta Edgar Allan Poe, Bioy Casares o Borges; desde la tradición recogida por los hermanos Grimm hasta el orbe pesadillesco de Lovecraft, desde Juan Valera hasta Arthur Quiller-Couch, Marcel Schwob, Danilo Kis, Otto Rank, Virginia Woolf, Chesterton y Walter de Mare. «Las fotos son espejos, como lo son también las ventanas. Los cuadros y todas las imágenes son espejos, porque reflejan el mundo. No sé si nuestra cultura es más narcisista que otras. Tampoco tengo tan claro que el narcisismo sea malo. Es cierto que nuestra cultura está centrada en el individuo y en el yo. Pero la otra alternativa sería suprimir la individualidad. Debemos conocer que mi cara, ni nombre, mis ojos están unidos, que los hombres no se vieron el rostro durante siglos, salvo si lo observaban en una charca. Incluso de esa manera lo distinguían mal. En el deseo de ver tu cara existe algo de narcisismo, pero también hay que admitir que en el impulso de las personas por saber cómo son, lo que subyace es la búsqueda por conocer quién eres», explica Ibáñez.
En el azogue siempre acaban por definirse las fisionomías de los hombres y las formas de sus pesadillas. Todo lo que hacen las personas es una metáfora de sí mismas. Una leyenda mexicana es un ejemplo adecuado, casi perfecto. «En la cultura de este país hay muchos espejos, pero son de los que no reflejaban, hechos de obsidiana o de pirita. En el panteón azteca apareció de repente un nuevo dios, Tezcatlipoca, el de la guerra, de las discusiones y de la confusión, que porta un espejo de humo, donde la gente se mira pero no se ve. Enfrente de él hay otro, Quetzalcóatl, divinidad de la luz y la espiritualidad, que también tiene uno, pero distinto. Cuando Tezcatlipoca invita a Quetzalcóatl a asomarse en la superficie del suyo, éste se ve viejo y débil y decide marcharse para siempre de México, dejándole esta nación al dios de la guerra. Como puede deducirse, es un espejo de engaño. La doble naturaleza de la imagen. Nos vemos como en la superficie, pero en realidad somos mucho más que eso».
En la Biblia se dice que «el hombre fue creado a imagen y reflejo de Dios», y Apolodoro, en el siglo II a. C. describe cómo Perseo se acercó «con un escudo de bronce en el que podía contemplar la imagen de la Gorgona y le cortó la cabeza». Dos mitos, ambos de naturaleza distinta y opuesta. El primero es un relato de creación; el segundo, de muerte. «El primero es una cosa misteriosa. ¿Cuál es la imagen de Dios? Dios no tiene imagen. En la Biblia se usa el espejo para hablar de lo que no se ve», aclara Ibáñez, quien también explica: «Ahora estamos rodeados de maravillas. Pero antes de la Revolución industrial había pocas cosas por las que maravillarse. Y aquí entran en juego los espejos, que es un objeto que replica la realidad. Éste es el motivo por el que los seres humanos se hayan sentido fascinados por ellos».
Los autores han reinterpretado, fantaseado y volcado sus propias obsesiones en los espejos. «En la obra de Jorge Luis Borges puedes encontrarte con muchos. Aparecen en los cuentos y en los poemas. El espejo, en este caso, quiere decir el deseo de mirar el propio rostro. Esto es así porque Borges era ciego y no podía ver el mundo, pero tampoco se podía mirar a sí mismo. También existen otros aspectos. Él afirmaba que los espejos y la cúpula son monstruosos porque multiplican la realidad. Uno de los textos que más me gustan de los que he escogido para este libro es, precisamente, de él. Habla de un viejo texto chino que se refiere a la guerra que hay entre las personas de este mundo y las que hay en el espejo. Como ganan los humanos, condenan a los otros a imitar siempre nuestros movimientos».
Un vicio humano
Un espejo muy famoso es el que aparece en «Blancanieves». «Muchas veces nos olvidamos de que esta historia empieza con la madre mirando a través de la ventana. Ve la nieve caer y siente en ese instante que está embarazada. Luego muere y la madrastra aparece. Ella tiene un espejo oscuro. Pero aquí se plantea la diferente entre la ventana, que significa mirar hacia fuera, hacia el mundo, y el espejo, que es mirar hacia dentro, hacia nosotros mismos. Es, sin duda, un espejo de vanidad».
En esta sociedad de autocomplacencias y hedonismo, la vanidad es una costumbre más que un vicio. Algo que Andrés Ibáñez intenta relativizar y ajustar a su medida justa. «Los seres humanos siempre somos iguales. En la vanidad lo que existe es la fascinación por la belleza de la juventud y el olvido voluntario, o no, de la muerte. Y en este punto no existe ninguna diferencia entre ahora y los griegos. Nuestra época es tremendamente narcisista en este sentido. En el móvil está todo lo que somos. Un caso curioso es lo de los “selfies”. Antes, cuando se viajaba, se fotografiaba los monumentos y los paisajes. Hoy te fotografías a ti mismo en todas partes. Aunque no me gusta hacer afirmaciones tan rotundas en estos puntos, debemos comprender que si hoy estamos fascinados por la tecnología y las máquinas, en el mundo antiguo lo estuvieran por los espejos que también son resultado de la tecnología».
Una historia con mucha pintura
Los hombres han tardado muchos siglos en lograr ver su rostro. Los egipcios acudían a los estanques en calma para ver su rostro y los romanos lo intentaban en unos primitivos espejos. En «Los esposos Arnolfini» vemos, al fondo de la pintura de Jan van Eyck, un espejo curvo, porque resultaba difícil hacerlos planos. «Al soplar el vidrio –comenta Ibáñez–obtenían una esfera. Lo que hacían era cortarla por la mitad. Es lo que aparece en ese cuadro. Antes en los espejos no se veía bien. Eso ha sido un invento relativamente reciente. Por ejemplo, en Velázquez lo podemos comprobar. En “La venus del espejo”, la cara de ella aparece borrosa. Esto se puede interpretar de dos maneras distintas. La primera, que es la huella impresionista de la pincelada de este artista. La segunda, que en realidad, incluso en la época de este creador, en estas superficies no se reflejaba con claridad la cara de las personas. Otro ejemplo muy notable, y que también pertenece al mundo artístico de Velázquez, son “Las Meninas”. En ese cuadro, que justamente se ha compuesto como un juego de espejos muy inteligente, aparece un espejo al final de la habitación. En él están reflejados los reyes, pero, curiosamente, se les ve borrosos». En el prólogo a esta antología, Andrés Ibáñez menciona, precisamente, el mito del nacimiento de la pintura tal como lo cuenta Plinio el Viejo en su «Historia natural». Una joven enamorada, ante la partida de su amante, decide pintar en una pared el perfil de su figura. Esto tiene varias consecuencas: «Pintar es siempre pintar a otro, y el que quiere pintarse a sí mismo tiene que mirarse en un espejo».