Historia

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El camarero que ayudó a Bob Kennedy: «No quería que su cabeza tocara el cemento sucio»

Juan Romero, un joven de origen mexicano, protagonizó una imagen que dio la vuelta al mundo. Él saludaba al político cuando sonaron los disparos. Al cumplirse 50 años de su asesinato, LA RAZÓN habla con el hombre que vivió los últimos momentos junto al candidato

El camarero que ayudó a Bob Kennedy: «No quería que su cabeza tocara el cemento sucio»
El camarero que ayudó a Bob Kennedy: «No quería que su cabeza tocara el cemento sucio»larazon

Hay imágenes que forman parte de nuestra memoria sentimental, que hemos visto no solo en periódicos o revistas sino en libros de Historia porque han servido para construir la iconografía de nuestro tiempo.

Hay imágenes que forman parte de nuestra memoria sentimental, que hemos visto no solo en periódicos o revistas sino en libros de Historia porque han servido para construir la iconografía de nuestro tiempo. Pasa con el marinero que besa apasionadamente a una enfermera en las calles de Nueva York en plena celebración de la victoria de Estados Unidos en Japón en 1945, algo que se encargó de captar la cámara de Alfred Eisenstaedt. Otro fotoperiodista, Nick Ut, recogió el horror de la guerra cuando ante su cámara pasó un grupo de niños vietnamitas con el cuerpo cubierto por quemaduras.

En este grupo de instantáneas también está la que logró Bill Eppridge la madrugada del 4 al 5 de junio de 1968 en el Ambassador Hotel: es el momento en el que el senador Robert Kennedy yace herido de muerte en el suelo, consciente de que todo ha acabado. A su lado, como único apoyo, se encuentra un empleado del hotel que, pese a la tragedia que lo rodea, trata de que la cabeza de Kennedy no toque el suelo. Ese muchacho se llamaba Juan Romero y esta semana, medio siglo después de aquellos hechos, recordó al autor de estas líneas aquella noche que cambió la historia de Estados Unidos para siempre.

Romero, cincuenta años después, aún hoy se emociona cuando rememora todo aquello. «Durante mucho tiempo no podía ver ninguna fotografía del senador porque me ponía a llorar. No podía evitarlo», explica en conversación telefónica desde San José, en California, donde vive actualmente. «No sé nada de política y, si le digo la verdad, no creo en ella, pero Robert Kennedy era alguien diferente. No le importaba la política; lo que quería era ayudar ante la injusticia. Él iba a luchar por nosotros, a corregir todo aquello que estaba mal. Él era una esperanza. Era nuestra esperanza», apunta.

Romero procede de una familia natural de México que llegó a Estados Unidos esperando encontrarse con nuevas oportunidades. Pero los inicios fueron duros, muy duros. «Emigré a Estados Unidos y las cosas no fueron fáciles. Vivíamos en un gueto», explica Romero quien en aquellos tiempos se metía en líos. «Vine de México siendo chiquito y ese momento yo era medio tonto. Hasta los quince años me metía en todo tipo de problemas que hacía sin pensar». Fue su padrastro, «un hombre muy duro», quien hizo que empezara a trabajar, sacándolo de líos poco recomendables. «Ahora le agradezco que fuera tan estricto conmigo», dice Romero quien acabó trabajando con 17 años en uno de los más lujosos establecimientos de la ciudad de Los Ángeles: el Ambassador Hotel.

El 4 de junio de 1968 «teníamos muchísimo trabajo». No era para menos. El histórico edificio se había convertido en el cuartel general de la candidatura de Robert Kennedy para lograr la nominación por el Partido Demócrata. Si ganaba las primarias de California lo tendría facilísimo para alcanzar su objetivo en la convención demócrata que se celebraría pocas semanas más tarde en Chicago. Eugene McCarthy se había convertido en un rival fuerte para el hermano del presidente asesinado, por lo que California era la gran oportunidad para demostrar que su candidatura tenía posibilidades.

El candidato se instaló en una de las habitaciones del Ambassador rodeado de su equipo. Juan Romero pagó a un compañero para ser uno de los camareros que lo atendió mientras seguía el avance de la jornada electoral. «Para mí fue increíble poder ir a verlo porque era un hombre que te miraba cara a cara. Fui hasta su cuarto y se detuvo ante mí: me miró fijamente y me dió un fuerte apretón de manos. Me hizo sentir importante», según recuerda Romero, quien añade que salió de la suite «con la sensación de que formaba parte de su equipo». Para él había sido el primer encuentro con alguien que había traspasado la línea política para convertirse en un símbolo porque «en las casas mexicanas te encontrabas en las paredes un Sagrado Corazón, un retrato del Papa Pablo y otro de John F. Kennedy, el hermano de Robert». A Juan Romero le gusta decir que «una vez le preguntaron al presidente Kennedy que por qué tenía tanta simpatía por los mexicanos. Él decía que porque somos gente humilde y trabajadora y adoramos a Dios».

Romero no volvió a subir ese día a la habitación del candidato. Había mucho trabajo a su alrededor, pero sí pudo seguir cómo iban las votaciones. «Podíamos saber que pasaba porque una pared nos separaba el salón en el que se seguías las elecciones. Queríamos ir, pero no podíamos por el trabajo. Sin embargo, escuchamos perfectamente todo el discurso de él», rememora. Cuando el candidato concluyó su intervención con «mi agradecimiento a todos vosotros, y ahora a Chicago y ganemos allí», Romero y sus compañeros se fueron hacia las cocinas. «Empezamos a correr para llegar los primeros. No sé cómo, pero sabían que él pasaría por allí. Pude ponerme en primera fila al lado de mi patrón, del señor Henry».

Unos treinta segundos después se abrieron las puertas de las cocinas y, rodeado por cinco personas, «vino el senador hacia nosotros. Lo hacía muy despacio, dándole la mano a todo el mundo. Yo me iba diciendo «quiero volver a tener la oportunidad de saludarlo», pero ahora con el convencimiento de que él será el próximo presidente. Me decía: “ojalá se acuerde mi”». Robert Kennedy se acercó hacia el lugar en el que estaba Juan Romero y «agarró mi mano con las suyas. Tenía un saludo fuerte, sincero. Dijo “gracias por todo”. Fue entonces cuando oí esos horribles sonidos».

El joven de 17 años no pensó en ese instante que fueran disparos. «Creía que era alguien celebrando la victoria con cohetes. Los disparos se oyeron lejanos, casi a un metro, hacia mi izquierda», recuerda Romero. En el suelo, yacía Kennedy ya mortalmente herido. «Había gente cerca, pero nadie hacía nada. Me agaché y sujeté su cabeza porque no quería que tocara el cemento del suelo que estaba sucio. Él miraba hacia su derecha hasta que se giró hacia mí. Me di cuenta de que movía los labios, tratando de decir algo. “¿Está todo el mundo bien?”, me preguntó. Le dije que sí. “Entonces todo saldrá bien”, me contestó». Juan Romero.

El joven ayudante de camarero metió la mano en su bolsillo y sacó de él un rosario que puso en una de las manos del senador. «Lo llevaba siempre conmigo para que Dios me ayudara», apunta Romero, que no dudó en acercarlo a Robert Kennedy. Cincuenta años después todavía le conmueve recordar la escena y la entrevista tiene que interrumpirse al emocionarse por aquellos hechos. «Es que, tendido en el suelo, Robert Kennedy tenía esa mirada con la que transmitía que no sufría, lejana, que no sentía dolor».

El senador Robert Francis Kennedy murió al día siguiente. Tenía 42 años.