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El día que EE UU atacó...¡Pearl Harbor!

No fue más que un simulacro. Eso sí, con muchas similitudes con la ofensiva que nueve años después realizaría Japón.
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No fue más que un simulacro. Eso sí, con muchas similitudes con la ofensiva que nueve años después realizaría Japón.
El trágico episodio que provocó la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial no era un plan desconocido para las propias víctimas del ataque. Por increíble que parezca, la devastadora ofensiva aérea protagonizada por el Japón del emperador Hirohito contra la base aeronaval estadounidense de Pearl Harbor, en la isla hawaiana de Oahú, había sido ensayada nueve años antes por el mismísimo Ejército de los Estados Unidos.
Sucedió el domingo, 7 de febrero de 1932. Ese día, los bombarderos de los portaviones «Saratoga» y «Lexington» que surgieron inesperadamente en el firmamento hubiesen inutilizado, de emplear a bordo munición real, todos y cada uno de los aviones de tierra con el fuego indiscriminado de sus ametralladoras, mientras otros cazas hundían sin capacidad de reacción alguna los navíos de la flota fondeados en la base del Pacífico Oriental. Un calco casi de lo sucedido la maldita mañana del 7 de diciembre de 1941; sólo que la única y decisiva diferencia entre ambos ataques consistió en que el efectuado nueve años atrás obedeció a un mero simulacro de la flota norteamericana liderado por el prestigioso almirante Harry. E. Yarnell.
Las maniobras secretas comenzaron un mes antes con la mayor concentración de buques de guerra en el océano recordada hasta entonces: casi 200 barcos, se dice pronto, reunidos en aguas de California. Un auténtica «ciudad flotante». El objetivo del simulacro que iba a ponerse en marcha no era otro que comprobar hasta qué punto las medidas defensivas de la mayor base aeronaval del mundo, la de Pearl Harbor, eran eficaces; para lo cual, una parte de la flota recibió la misión de atacar mientras que la otra, respaldada por los efectivos de tierra, debía repeler la ofensiva a toda costa.
Desde cazatorpederos
Astuto y osado como pocos, el almirante Yarnell había diseñado un plan revolucionario para la época: el ataque no partiría, como todo el mundo esperaba, de los propios buques de guerra sino de los cazatorpederos cobijados en los portaviones «Saratoga» y «Lexington» a sus órdenes, los cuales navegaban alejados del resto de la flota integrada por cruceros, acorazados, submarinos, fragatas o corbetas. La nueva estrategia naval consistía así en atacar desde el aire, en lugar de hacerlo desde el mar.
Yarnell conocía la base de Pearl Harbor casi como el pasillo de su casa y sabía, por tanto, que su defensa sólo estaba preparada para hacer frente a una ofensiva naval. Tal y como él esperaba, las fuerzas encargadas de protegerla de una ofensiva inminente constaban de una escuadra encargada de cerrar el paso a cualquier barco hacia las islas, junto a una flotilla de submarinos fondeada en la misma bahía, una división de soldados del Ejército de Tierra, numerosas baterías de artillería de costa y antiaéreas, y hasta un centenar de aviones de caza y bombarderos. Un despliegue colosal que de nada iba a servir frente a la nueva estrategia ideada por el sagaz Yarnell.
El almirante comprobó, en efecto, cómo el grueso de la flota que navegaba hacia Pearl Harbor era interceptada por los radares mucho antes de llegar allí. Yarnell había decidido utilizarla para atraer la atención de las fuerzas defensivas, mientras la pareja de portaviones que él comandaba se aproximaba peligrosamente hacia la base pasando inadvertida por completo en la inmensidad del mar. ¿Quién iba a distinguir acaso dos remotos puntos en el horizonte, comparados con el fabuloso botín de casi toda una flota a la cual se empleaba como cebo en aras de ataque sin precedentes? Sólo un Yarnell conocía la respuesta: nadie.
Y así fue. Pese a que el cielo encapotado favorecía el avance sinuoso de los portaviones, representaba en cambio un inconveniente para el despegue de los aviones. Finalmente, nada menos que 152 aparatos lograron surcar el cielo de ceniza y alquitrán a sesenta millas de Oahú, volando del nordeste; exactamente igual que, nueve años después, lo harían aviones japoneses cargados con bombas de verdad. Baste decir que ni uno solo de los aviones que debían defender la base pudo ni siquiera remontar el vuelo.
El resultado, de tratarse de una acción de guerra en lugar de un simple simulacro, hubiese sido tan devastador para la flota estadounidense como el bombardeo japonés. Sin saberlo entonces, el Ejército de Estados Unidos había servido como conejillo de Indias al comandante nipón Mitsuo Fuchida para triturar nueve años después Pearl Harbor al mando de 140 bombarderos y 43 cazas, provocando el trágico balance de 2.300 muertos o desaparecidos y 1.300 heridos graves. Una sangría que tal vez pudo evitarse...
@JMZavalaOficial